Víctimas de otra locura
Entre los perdedores del demencial conflicto sirio están los 150 internos del manicomio de Alepo
El joven Mohamad Badawi escruta desde la oscuridad a los visitantes que se mueven por los pasillos desvencijados del hospital mental Al Moshatead. Cubre su cabeza con un gorro blanco que no puede disimular sus enormes ojeras. Sus pies, descalzos, están morados del frío del suelo. “Hace meses que no reciben la medicación y cada día que pasa están peor. Muchos han perdido definitivamente la cabeza”, explica Mahmut Seyad, que llevaba cinco meses trabajando como celador cuando la guerra empezó, en el verano pasado, a golpear la ciudad de Alepo, la capital económica siria. “Y cuando tienen brotes violentos no podemos hacer absolutamente nada para calmarlos salvo encerrarlos a solas en una habitación hasta que se cansen de golpearse…”.
Mátar (que en árabe significa lluvia) se acurruca contra el quicio de una puerta. Sus dientes castañetean debido al frío. El muchacho, el más joven de los 150 pacientes internados, está descalzo y solo un fino jersey de color azul abriga su enjuto cuerpo. “No hay luz, no hay calefacción, no hay agua corriente en los baños, apenas reciben comida. En los últimos cuatro meses han muerto ocho personas. Nosotros no podemos hacer nada más por ellos. Tratamos de cuidarlos lo mejor que podemos, pero en estas condiciones lo raro es que no hayan muerto todos”, se lamenta el celador.
“Estoy bien, gracias a Alá”. “Estoy bien, gracias a Alá”. “Estoy bien, gracias a Alá”, repite una y otra vez sin parar Omar Satut mientras se mueve frenéticamente adelante y atrás. El anciano recoge una colilla de la cama y se la lleva a los labios. “Quiero salir a la calle y luchar por mi país. Quiero luchar…”, implora el anciano, al que le tiemblan las manos de frío. Da una calada a la colilla y suelta una bocanada de humo imaginario. “Hace mucho tiempo que perdió la cabeza. Piensa que aún es oficial del ejército y que tiene que ir a luchar contra Israel. No se quita nunca sus pantalones de camuflaje. Así es feliz”, prosigue Seyad.
En la parte superior del edificio, oculto por los barrotes negros de una balaustrada, un anciano come una especie de puré con una cuchara. “Si no fuera por la gente de este barrio que les da comida, hace muchísimo tiempo que hubiesen muerto de inanición”, comenta un celador mientras muestra varias habitaciones de este psiquiátrico. “Cuando la guerra alcanzó Alepo, todo el personal que trabajaba aquí dejó de venir y los abandonó. Son parte de mi familia y no tengo intención de abandonarlos para que se mueran de frío o de hambre. Lucho por ellos cada día”, explica. “Antes de la guerra, sus familiares venían una vez por semana a ver cómo estaban y a traerles comida, pero desde que la Ciudad Vieja se convirtiese en uno de los frentes de Alepo han dejado de venir a visitarlos. No nos los podemos llevar a ningún sitio porque cuando termine la guerra es posible que vengan a buscarlos o a preguntar por ellos”, apunta Abu Mohamad Zakaria, el otro celador que, junto con Seyad, decidió permanecer en su puesto, al principio sin cobrar.
“No hay luz ni calefacción ni agua. Apenas reciben comida. Ya han muerto ocho”, dice el celador
“Cuando era un bebé, sus padres lo trajeron hasta este hospital para dejarlo en acogida”, comenta Zakaria acariciando la cabeza de Hamza, un joven que padece síndrome de Down y duerme junto a otro interno. “Hace tanto frío que tienen que dormir de dos en dos para darse calor entre ellos. No tenemos mantas y colchones para todos, así que tienen que compartirlos”, sentencia el celador.
Llueve con intensidad sobre la ciudad de Alepo. En el exterior de este edificio erigido en 1900 se encuentra Abu Abdu, un anciano de barba canosa, cuyos dientes cayeron hace décadas y que también trabaja en el centro. El sonido de las armas ligeras se escucha nítidamente, pero los pacientes ni se inmutan. “Hemos recibido varios impactos por la artillería del régimen. Cuando nos bombardean, metemos a todos los internos dentro de la misma habitación para que no estén nerviosos y tratamos de calmarlos”, comenta. “Los doctores dejaron de venir porque tenían miedo a que nos tiraran una bomba… Incluso el director ha dejado de venir con asiduidad; ahora lo normal es que venga un par de veces por semana, si es que viene”, prosigue.
“Ahora tenemos un nuevo director, Abdel Asis, que era el antiguo dueño de este edificio. Es un empresario que se dedica al mundo del textil; él es al único al que le importan estas personas”, comenta Mahmut Seyad, quien recibe un salario cercano a los 10 euros al mes.
Mohamad Badra lanza besos con la mano y saluda desde el interior de una habitación. Los celadores le encierran en la habitación y echan el cerrojo. “Es bastante problemático y suele pegarse con el resto de los pacientes, por lo que la mayoría del tiempo permanece encerrado y aislado de los demás”, comenta Zakaria. “Aún no ha llegado lo peor”, advierte Abu Abdu. “Cuando comiencen las heladas y a nevar será terrible. Me temo que muchos de ellos no serán capaces de sobrevivir al invierno. Sin calefacción y sin nada con qué calentarlos, están condenados a morir de frío”.
Tras cruzar unos arcos y llegar a un segundo patio, Zakaria advierte: “Ahora viene la peor parte. Es la peor habitación de todo el hospital. Aquí tenemos a los que no pueden estar sueltos por el centro”, dice mientras abre un pestillo que bloquea una doble puerta de cristal. El hedor en el interior es nauseabundo. El olor a orín se mezcla con el de las heces y los vómitos. En una habitación de 10 metros cuadrados hay encerrados 15 pacientes sobre cuatro colchones de espuma amarillenta.
Mahmut gruñe y con uno de sus dedos comienza a escribir en la pared. “Solo puede mover los brazos y el cuello y articular sonidos. Nos comunicamos con él mediante gestos”, indica el celador. “Está escribiendo su edad. Según él, tiene 85, pero realmente tiene 45 años”, aclara el celador. Mahmut cubre con un pañuelo blanco la boca para evitar manchar el colchón y la manta con sus propios vómitos. Su cuerpo presenta innumerables llagas. “Todos llevan pañales porque no son ni siquiera capaces de ir al baño por ellos mismos. Les lavamos una vez al día”, afirma. En el fondo, uno de los pacientes se golpea la espalda fuertemente contra la pared mientras tararea una melodía. El resto de pacientes mueven las manos siguiendo el compás de los acordes. Zakaria cierra la puerta y corre el pestillo. Los locos se quedan encerrados mientras la locura corre libre por las calles.
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