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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sueño europeo

Los 27 países de la UE están por debajo de la media mundial en desigualdad en la distribución de ingresos

Empiezan a apagarse en medios de comunicación y redes sociales los debates sobre la (in)conveniencia de conceder el Nobel de la Paz a la Unión Europea. Corremos ahora el riesgo que el premio se convierta en un socorrido lugar común de discursos políticos para mantener a flote el proyecto europeo. Pero el Nobel supone un punto final a la narrativa que sustentó la integración de Europa durante seis décadas: la paz, la reconciliación entre viejos enemigos y la reunificación del continente. La enorme mayoría de europeos no tenemos ya recuerdos de la guerra y la posguerra; incluso las dictaduras que oprimieron a los países mediterráneos y del Este son para muchos materia de libros de historia y documentales. Tras este merecido y tardío galardón debemos encontrar juntos una nueva razón para continuar apoyando el proceso integrador. Ya antes de que la Unión Europea se revelase impotente ante la crisis, la construcción de la paz no bastaba como justificación a su existencia. Algunos proponen mirar al pasado y ver no solo la superación de las guerras que asolaron el Viejo Continente, sino también el valor de una identidad y una cultura comunes, resultado de nuestra historia y nuestro legado filosófico. Según sus preferencias ideológicas, unos apuntarán al legado judeo-cristiano o al greco-romano, otros mencionarán la Ilustración o la era imperial. En un continente diverso en creencias y orígenes, transformado por la ciencia, el librepensamiento y la inmigración, no parece que la búsqueda de las esencias vaya a llevar muy lejos como justificación del proyecto integrador.

El sueño europeo debería asentarse no sobre nuestro pasado más o menos remoto, sino en lo que nos caracteriza ahora y lo que queremos para un futuro en común. Ni el ser democráticos ni el ser ricos son, por suerte, exclusivos de los europeos; tampoco lo son la industrialización o la economía de mercado. Pero hay rasgos que nos unen, tanto en la percepción desde fuera como en la propia. Los 27 países de la UE están por debajo de la media mundial en desigualdad en la distribución de ingresos y 12 de los 20 países con menos desigualdad del mundo son miembros de la UE (y otros cuatro son candidatos a serlo). Esta relativa igualdad tiene mucho que ver con el Estado del bienestar y el tamaño del sector público: los países miembros y candidatos de la UE están entre los del mundo con mayor proporción del gasto público sobre el PIB. La idea de que nadie debería quedarse completamente desamparado, de que el Estado sirve, entre otras cosas, para proteger a los más débiles, está ampliamente difundida en las sociedades europeas, no solo en teoría sino, de momento, también en la práctica. Hay un contrato social por el cual los Estados obtienen la adhesión (y una cantidad nada desdeñable de recursos) de sus ciudadanos a cambio de la promesa de no dejarles del todo en la estacada cuando la suerte no les sonría. Tal vez por ahí podemos empezar a rediseñar el sueño europeo.

Tras el Nobel de la Paz a la UE la pregunta es: en paz y unidos, sí, pero ¿para qué?

Conviene también mirar hacia fuera, más allá de Europa, a los retos que nos vienen del entorno global. Ante el desafío formidable que para personas, sociedades y Estados supone la globalización, la Unión Europea representa la promesa de resguardar a los ciudadanos de sus peores efectos y ayudarles a aprovechar sus oportunidades. Pero la desastrosa gestión de la crisis económica y financiera está teniendo exactamente el efecto contrario: en la crisis del euro la Unión Europea no atenúa las consecuencias negativas de la globalización, sino que las agrava. Esto, y no la impensable guerra entre Alemania y Francia, es lo que preocupa a amplios sectores de la ciudadanía. Estados Unidos fue un referente importante para la construcción europea. Un elemento fundamental de su éxito es la adhesión de sus ciudadanos al sueño americano: la promesa a todos, sin excepciones, de poderse labrar un porvenir mejor con el propio esfuerzo. El equivalente europeo, el sueño de un continente de paz, no se dirigía tanto a los ciudadanos como a las naciones que, en definitiva, son las que formaron las Comunidades Europeas. Cuando la aproximación tecnocrática a la construcción europea empieza a fallar, cada vez más personas pierden su interés en este proyecto común. No nos equivoquemos: no es hartazgo de Europa o de estar juntos, ni nostalgia de guerras o de fronteras, sino indiferencia ante un proyecto que no contiene una promesa directa a las personas. Hay que agradecerle al comité de los Premios Nobel que haya puesto el broche definitivo a la legitimación de la UE como proyecto de paz. Se abre así paso al debate sustancial: en paz y unidos, sí, pero ¿para qué?

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