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Columna
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Una paz para después de la paz

El historiador Jorge Orlando Melo sostiene que hay que ir a las conversaciones “sin ilusiones, pero sin desesperación”

El jueves comienzan oficialmente en Oslo las conversaciones para la paz en Colombia entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC. Pero solo oficialmente, porque entre el 23 de febrero y el 26 de agosto pasados ya se negoció a fondo en La Habana, donde cabe que se acordara algo más que una mera agenda de trabajo. Pero puede ser mucho más arduo resolver los problemas que seguirían a un cese de hostilidades, que el propio fin militar del conflicto.

La hoja de la ruta para esa paz después de la paz, comprende, además de acabar los combates, cuatro puntos. 1). Desarrollo rural. 2). Participación política de los antiguos insurrectos. 3). Combate al narcotráfico. Y 4). Reparación a las víctimas. Menos lo referente al narco, cuya solución escapa a las mejores intenciones de los negociadores, los puntos 1, 2 y 4 exigen un arreglo satisfactorio para ambas partes, si se quiere que una paz auténtica se instale en el país.

Las hostilidades podrían llegar a su fin, al menos temporalmente e incluso sin llegar a una declaración formal. Ello se debería a las grandes dificultades logísticas y económicas en que se debate la guerrilla y al acoso del Ejército que la ha obligado a retirarse a 10 áreas-base de remota localización. Como insiste incansable el anterior jefe del Estado, Álvaro Uribe, eso no impide a la guerrilla actuar aquí y allá, pero solo por medio de golpes aislados que no impliquen gran número de efectivos.

Las FARC, establecidas en cuatro escalones: frentes, bloques, compañías y tríadas —por orden decreciente de tropas y extensión territorial— hacían circular el numerario de los frentes a los bloques, y estos cedían parte de esos recursos al secretariado. Pero esa centralización financiera' ya no es posible por la presión militar, que comenzó bajo Uribe (2002-10), con Santos como ministro de Defensa, y ha cosechado notables éxitos como la eliminación de objetivos de calidad —miembros de la jefatura de las FARC— en los últimos dos años.

Tanto Santos como el líder guerrillero, Rodrigo Londoño, Timochenko, parecen muy seguros de lo que negocian, como si el adiós a las armas estuviera ya medio hablado. Y cuando menos la reelección del presidente en 2014 puede darse por adquirida, puesto que bastaría que se anunciara en tiempo debido un acuerdo básicamente aceptable para el país. El historiador Jorge Orlando Melo matiza que hay que ir a las conversaciones “sin ilusiones, pero sin desesperación”. Las ilusiones habrá que contrastarlas con la realidad de esa paz a la zaga de la paz. Pero no hay motivo para la desesperación.

¿Qué posibilidades existen de progreso en los restantes puntos de negociación? Si avanza la devolución de predios a los desplazados por la violencia de la guerrilla, paras, Ejército, y narcos, estaríamos no ya ante una reforma, sino una verdadera revolución agraria; la reparación a las víctimas estaría muy ligada a lo anterior y haría falta muchísima plata, que no parece que vaya a faltar, para restañar heridas; las garantías de participación política a los alzados tienen malos antecedentes con la masacre de exguerrilleros que quisieron hacer política encuadrados en la Unión Patriótica, y siempre chocaría con la oposición de un poderoso sector de la sociedad: el hipotético espectáculo de Timochenko con un escaño en el Congreso sería insoportable para muchos. El arma jurídica que maneja en último término el presidente para zanjar el problema es el artefacto de las “penas alternativas”, que de tan alternativas puede que no lleguen ni a penas, por muy horribles que hayan sido los crímenes cometidos. Y todo ello encontrará la oposición cerrada de lo que hoy se llama uribismo. El combate contra el narco, finalmente, habrá de quedar para otro siglo.

Pero acabar las hostilidades sería solo el fin del principio. El International Crisis Group emitió recientemente un informe en el que subrayaba la existencia de una segunda disidencia contra la paz; a los integrantes de la sociedad civil que no aceptaran un acuerdo por considerarlo insuficiente, habría que sumar aquellos guerrilleros “a quienes no se lograra convencer de que depusieran las armas, especialmente, a los involucrados en el narcotráfico”. Por tanto, el documento concluye que ningún acuerdo “puede eliminar —del todo— la violencia”. Para que haya paz en Colombia se tendrán que resolver cuestiones que van mucho más allá del mero fin de los combates.

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