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Columna
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La América de Obama

El presidente de EE UU, Barack Obama, debe recomponer la coalición de retazos que le llevó al poder

Francisco G. Basterra

Un Obama descendido a la tierra, sin haber logrado el cambio transformador que prometió en 2008, se enfrenta a la posibilidad humillante de ser un presidente de un solo mandato. Solo la escasa entidad política de Mitt Romney, que ha vendido su alma al diablo de la América más reaccionaria sin que el país profundo conservador crea que es uno de los suyos, hace sin embargo previsible que el primer presidente negro se imponga finalmente en una elección muy disputada el 6 de noviembre. ¿Cómo es posible que el político que encandiló al mundo y concitó la esperanza de sus conciudadanos como no lo había hecho ninguno de sus antecesores desde Kennedy, se encuentre en situación tan apurada frente a un candidato republicano de plástico, sin ideas, oportunista y que no cae simpático? A estas alturas es patente que las expectativas despertadas por Obama, potenciadas por su formidable elocuencia y el simbolismo de la llegada de un afroamericano a la Casa Blanca, eran manifiestamente exageradas. Coincidió con el momento de mayor desprestigio internacional de la imagen de la primera superpotencia. Su aparición pareció por si sola capaz de lavar el nombre de EE UU y de acabar con el mal sueño de la guerra sin límites contra el terrorismo. Obama ofreció inmediatamente una rama de olivo a los musulmanes y logró un cambio de actitud positivo hacia occidente. Vinieron más tarde las primaveras árabes, el triunfo democrático de los islamistas. Hoy la buena voluntad del mundo islámico hacia EE UU está en repliegue y volvemos a asistir al asalto y quema de embajadas norteamericanas con la muerte de diplomáticos de Washington. Esta erupción de cólera islámica contra EE UU y la posibilidad de una respuesta militar introduce un factor de imprevisibilidad en plena campaña, cuando se cumplen once años del 11-S. La Historia no ha terminado.

Obama no ha producido un cambio transformador: el sistema político y financiero atrapa a los inquilinos de la Casa Blanca haciéndolo muy difícil; no es un radical; simplemente un centrista pragmático, reflexivo al extremo, que no acaba de conectar con la mayoría silenciosa. Su ingenuidad inicial le hizo creer posible abrir una era pospartidaria para enfrentar la crisis más profunda desde la Depresión de finales de los años 20. La profundidad de la crisis económica y un partido republicano obsesionado con acabar con su presidencia, torpedeando cualquier acuerdo, han empequeñecido su primer mandato. Pero es de justicia destacar que impidió la Gran Depresión utilizando el dinero público para rescatar la industria del automóvil, hoy ya floreciente, y a la banca de Wall Street, presa de su codicia y de la ingeniería financiera herencia de las políticas desreguladoras de los republicanos, que insólitamente ahora ofrecen como receta Romney y Ryan. Solo por la reforma sanitaria, incompleta y boicoteada hasta el límite del Tribunal Supremo por la oposición, pero que devolverá la dignidad a más de 40 millones de ciudadanos sin seguro médico, Obama pasará a la historia de EE UU.

Ha tenido que presidir la pérdida de influencia y el relativo declive del país y lo ha hecho con dignidad y eficacia, dando juego a la diplomacia y al multilateralismo. Su prudente política exterior y de seguridad nacional, sobre todo tras la muerte de Bin Laden, tradicionalmente un flanco débil para los demócratas, es inatacable por Romney, con ideas disparatadas en este campo, y que acaba de patinar utilizando electoralmente la tragedia del consulado de Bengassi, poniendo en tela de juicio sus presuntas capacidades como Comandante en Jefe. Obama dilapidó un tiempo precioso y la oleada inicial de buena voluntad, creyendo que podría negociar con el ala más retrógrada de los republicanos. Más adelante, el surgimiento del populismo radical del Tea Party desde la América profunda barrió en las elecciones de medio mandato, poniendo en evidencia la disfuncionalidad del sistema político y los límites del poder Ejecutivo. Quizás finalmente no sea la economía, estúpido, suficiente para aupar a Romney a la presidencia. No hay recesión, crece a un mediocre, para los estadounidenses, 2%, y el paro es del 8,1%, excesivo para esa sociedad. Nada comparable con el final de la presidencia de Carter: una caída del PIB del 3,7%. Obama se enfrenta al individualismo exacerbado, tangente con el darwinismo social, de Romney, con una defensa de la clase media expulsada del sueño americano por la crisis. No busca nuevos votos, simplemente que no deserten una mayoría de los que le votaron en 2008. El presidente necesita recomponer la coalición de retazos integrada por los hispanos, los afroamericanos, las mujeres, los jóvenes, los residentes de los suburbios de las grandes ciudades, profesores, sindicalistas, clases medias con título universitario, y la comunidad gay, favorecida por las decisiones de Obama.

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