El relato
Aunque allí le llamen “sueño americano” y aquí “Estado del Bienestar”, la política queda reducida a una competencia en torno a quién interpreta y defiende mejor las emociones colectivas
Relato. Es la palabra de moda entre los políticos. “No somos capaces de transmitir un relato”, dicen unos. “Necesitamos un relato”, se lamentan otros.
A primera vista, no se trataría más que de una manera redicha de volvernos a colocar ese clásico de los gobernantes en horas bajas que constituye el tan manido “es que no sabemos explicar lo que hacemos”. El cambio de uno a otro suele ocurrir cuando el político, en lugar de indagar entre sus votantes las razones del descontento y someter sus políticas y errores a debate, prefiere acudir a un gabinete de comunicación política y disfrazar su falta de ideas bajo una nueva y prometedora, pero en realidad vacía, estrategia de comunicación.
Una cosa hay que reconocer. La afirmación “no nos explicamos bien”, tan indulgente y, en tiempos, tan recurrente, tenía por lo menos la virtud de la franqueza. Recuerda al “el fútbol es así” al que solían recurrir encogiéndose de hombros los entrenadores cuando el fútbol, antes de convertirse en un costosísimo espectáculo de masas, solo era un deporte y perder un partido entraba dentro de lo razonable.
Pero la política de hoy en día también se ha convertido en un espectáculo de masas. En el pasado, los políticos presentaban un programa a los ciudadanos y estos votaban a unos o a otros. Dado que los intereses y las preferencias de los votantes estaban bastante claras, no hacía falta una oferta política muy grande. Tanto en EE UU como en la mayoría de las democracias europeas posteriores a la segunda guerra mundial, conservadores o liberales, socialdemócratas o demócrata-cristianos, se alternaban en el poder con bastante naturalidad en función de sus aciertos y errores. Las reglas del juego estaban más o menos claras: si después de cuatro años habías beneficiado a más gente que perjudicado, ganabas. De lo contrario, perdías.
Pero con el transcurrir del tiempo, los conflictos de clase se han difuminado, las ideologías se han erosionado y han aparecido esos partidos de amplio espectro que los politólogos denominan atrapalotodo. Son partidos que, en su aspiración a gobernar, están dispuestos a hacer gala de toda la flexibilidad ideológica que haga falta y, lo que es más, no solo no hacen ascos a los votos que provienen del campo contrario sino que diseñan estrategias específicas para captarlos. Ahí es donde entra el relato como elemento que aspira a sustituir a las viejas ideologías y aglutinar a una amplia mayoría de la población.
Dos relatos dominan estos días el lenguaje de la política. Del lado estadounidense, las convenciones demócrata y republicana se han articulado en torno a un único elemento: “el sueño americano”, que dibuja EE UU como un país donde cualquiera que trabaje duro y sea honesto puede llegar a la cima sin que importe su origen y extracción social. El sueño americano es el relato político por antonomasia y las elecciones de noviembre se decidirán en función de quién interpreten los electores que representa mejor ese relato: el empresario millonario y mormón (Romney) o el hijo de un matrimonio mixto que llegó a Harvard (Obama). Tanto Michelle Obama describiendo a su padre fontanero como el alcalde de San Antonio, Julián Castro, recordando a su abuela limpiadora de casas, han tocado esa fibra con mucho éxito.
Del lado europeo, el relato dominante se llama “Estado del Bienestar”. Dado que, en su inmensa mayoría, los europeos creen que el estado tiene que asegurar a sus ciudadanos contra la enfermedad, el desempleo o la vejez, así como garantizar la igualdad de oportunidades mediante un sistema educativo gratuito y universal, el debate político europeo no versa sobre si abolir el Estado del Bienestar o no, sino, al menos formalmente, sobre cómo preservarlo. Por eso, al igual que en EE UU no podría ser elegido presidente nadie que se confesara ateo, en Europa pasaría lo mismo con cualquier político que propusiera eliminar los impuestos progresivos y dejar totalmente en manos privadas la provisión de las pensiones, la salud o la educación. Como prueba esta crisis, sea cierto o no, todos aspiran a hacer funcionar el Estado de Bienestar de forma más eficiente y a más bajo coste.
Paradójicamente, aunque allí le llamen “sueño americano” y aquí “Estado del Bienestar”, las consecuencias son muy parecidas pues la política queda reducida a una competencia en torno a quién interpreta y mejor defiende las emociones colectivas y las campañas electorales, en lugar de favorecer una discusión racional sobre qué políticas se deben adoptar, se convierten en un concurso de interpretación de relatos que conceden al ganador un amplísimo margen para gobernar libre de compromisos concretos.
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