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Columna
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Europa ante las elecciones de EE UU

Mitt Romney transmite incertidumbre en todos los ámbitos, pero sobre todo respecto a la UE

Dada la profunda conexión con Estados Unidos, por paradójico que parezca, los europeos, al contar con un nivel de conciencia política mucho más alto, estamos más expectantes ante los resultados del próximo 6 de noviembre que una buena parte de la población norteamericana, de la que cerca del 40% ni siquiera se registra para votar. Desde que la Segunda Guerra Mundial ratificó la hegemonía norteamericana, la cuestión de quién manda en Washington nos afecta directamente. La crisis del euro nos ha hecho todavía más dependientes de lo que allí ocurra.

Una buena parte de los europeos preferimos la reelección de Obama. Los motivos están bien claros: defiende una misma política social que sus contrincantes acusan de contraria a las esencias individualistas del alma americana, pero sobre todo porque Obama está convencido de que la mejor forma de salir de la crisis es con un euro reforzado. Pocos presidentes norteamericanos han estado tan preocupados por lo que ocurre en Europa, hasta el punto de que, a veces, nos han sacado de quicio con sus comentarios sobre lo que tenemos que hacer.

Nuestra preferencia es clara, pero también nuestra preocupación, porque, pese a que parece que existe un empate técnico, Mitt Romney tiene grandes posibilidades de ser el próximo presidente. En la convención de Tampa ha manejado con inteligencia su mejor arma: reclamar para sí el entusiasmo por el cambio que Obama suscitó hace cuatro años, centrándolo en la esperanza de una fuerte recuperación económica, prometiendo incluso la creación de 12 millones de puestos de trabajo.

Que Romney haya conseguido amasar una gran fortuna, en Europa podría levantar desconfianza por los intereses de clase que representa —aunque también es cierto que fue el factor que más votos dió a Berlusconi— pero en Estados Unidos significa la confirmación del sueño americano. Nadie se avergüenza de ser rico, sino más bien de no haberse enriquecido en el país que ofrecería ilimitadas posibilidades de lograrlo.

Los republicanos insisten en que Obama no ha cumplido ninguna de sus promesas, ni siquiera la que a sus partidarios les parecía la más elemental, cerrar Guantánamo, poniendo punto final al gran baldón de la democracia americana. Es un reproche que arrastra como pesado lastre, pese a que los datos macroeconómicos hayan mejorado, cierto que con un crecimiento lento, pero continuo, y un desempleo que no ha superado el 8%, una cifra que, sin embargo, en Estados Unidos resulta escandalosa. La oposición ha impedido en las cámaras legislativas que Obama llevase adelante las reformas prometidas, y las que ha podido sacar a medias, como la sanitaria, las piensa suprimir de inmediato. De los cuatro años de Obama no ha de quedar más que el rescoldo de unas vanas ilusiones que nunca más deben reactivarse.

La mejor baza que los demócratas tienen en su haber es la política contra la inmigración ilegal que los republicanos han practicado en algunos Estados, como Arizona, y sobre todo la que piensan poner en marcha. Dado el peso que en la elección del presidente tienen algunos Estados, como Tejas o Florida, el voto de los hispanos puede resultar decisivo. La legalización de los menores de 16 años ha sido un paso muy positivo en la buena dirección.

Si los republicanos critican a Obama por no haber llevado a cabo las reformas prometidas, los demócratas reprochan a Romney su repentina conversión a la extrema derecha, mientras que como gobernador de Massachussetts había practicado una política centrista, promocionando incluso una reforma sanitaria. Sin este salto Romney no hubiera sido elegido candidato y ello confirma más su pragmatismo que su derechización. En la campaña irá moderando su programa, que centrará aún más si resulta elegido presidente.

Para los europeos la cuestión primordial es la actitud que Romney adopte ante el euro, la de Obama ya la conocemos y por eso deseamos su victoria. La compleja personalidad de Romney transmite la mayor incertidumbre en todos los ámbitos, pero sobre todo respecto a Europa. En muchas de las grandes empresas norteamericanas siguen tentados en continuar la batalla contra el euro, el competidor más serio que les ha salido. Su caída llevaría a Europa a una situación de depresión y anomia de tales dimensiones que el capital americano podría comprarla a precio de saldo.

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