La fanática moderación británica
El respeto a la Monarquía (aun ridiculizada al máximo) es un reflejo de la tolerancia de un país
Los agentes de la Komintern soviética en Londres mandaron un informe a Stalin sobre la huelga general británica de 1926. Se suponía que este iba a ser el hito decisivo en la históricamente inevitable victoria del proletariado en las islas. No fue así. Los huelguistas y los policías, enfrentados durante días, resolvieron sus diferencias con un partido de fútbol, que los huelguistas ganaron. Stalin, al recibir el informe, se indignó. Estos no eran revolucionarios serios. Ordenó en el acto que se suspendiera el envío de fondos al Partido Comunista británico.
El fervor patriótico y el buen humor con el que se han celebrado esta semana los sesenta años en el trono de la reina Isabel II ofrecen una explicación de por qué Reino Unido se mantuvo al margen de los enfrentamientos ideológicos, los sueños utópicos y los fanatismos varios que devoraron al continente europeo durante buena parte del siglo XX. Y, también, de por qué se seguirá resistiendo a los cantos de sirena de los extremistas en estos tiempos de incertidumbre y crisis.
Tras la muerte de Lenin, Stalin insistió en el intento de evangelizar a los británicos pero, como los testimonios de sus discípulos en los años treinta demuestran, no hubo manera. Arthur Koestler, comunista convencido en aquella época, escribió que los pocos correligionarios del partido que había en Inglaterra exhibían “desviaciones” desconocidas entre los devotos del resto del continente, como la ironía y la excentricidad, y además se enfrentaban al reto imposible de convertir a la fe a un pueblo por naturaleza “sospechoso de toda causa, desdeñoso de todo sistema, aburrido por las ideologías, escéptico con las utopías”.
Los tiempos cambian, pero las cifras de apoyo entre los británicos a la institución real siempre se mantienen en el 80%
Igualmente frustrante fue el destino de la extrema derecha. Oswald Mosley (admirador de Franco, Mussolini y Hitler) fundó la Unión Británica de Fascistas en 1932, pero no conectó con la población. Como simpatizante declarado de los nazis, Mosley fue internado a principios de la Segunda Guerra Mundial. Pero, mientras en el resto de Europa el exterminio era la norma, no se le ocurrió al Gobierno británico llevarlo al paredón. Considerado el resto de sus días más como una figura cómica que como una amenaza al Estado, Mosley murió en su cama en 1980.
¿Qué tiene que ver todo esto con el jubileo de la reina Isabel? Bastante. La Monarquía es la expresión y el reflejo del carácter británico. Es, al mismo tiempo, una anacrónica frivolidad y una garantía de estabilidad democrática; se la toma muy en serio y con sentido del humor. Como dijo el Financial Times en su crónica de los festejos reales sobre el río Támesis, el domingo pasado, se detectó en el millón y medio de personas que acudieron al espectáculo “un atisbo de triunfalismo”, pero, más todavía, el típico reflejo británico “de reírse de sí mismos”.
Ninguna Monarquía ha sido más ridiculizada por su propio pueblo, en siglos pasados y hasta hoy, que la inglesa. Isabel II y su familia han sido el objetivo de todo tipo de bromas y de parodias en televisión (sin excluir a la BBC) y los íntimos pormenores de sus vidas han sido narrados con fruición en los periódicos. El drama del heredero al trono, el príncipe Carlos, su esposa Diana y su amante Camilla fue la telenovela de más éxito (quizá en todo el mundo) de los años noventa. ¿Quién, en el uso de razón por aquella época, olvidará la anécdota de Carlos, Camilla y el tampón, relatada sin complejos en el supuestamente serio The Sunday Times?
Pero, simultáneamente, por curioso que parezca, los británicos sienten un manifiesto afecto por su reina. Reírse de ella es, precisamente, reírse de sí mismos, pero en el fondo la admiran y están orgullosos de lo que ella (y ellos) representan. Se demostró en las fiestas patrias que se celebraron esta semana en todo el país y se ha demostrado en las encuestas hechas a lo largo de los últimos cincuenta años: los tiempos cambian, se pasa de ser un imperio a ser un pequeño país con problemas, de Winston Churchill a Tony Blair, de los Beatles a las Spice Girls, de la austeridad a la prosperidad y de vuelta a la austeridad, pero las cifras de apoyo entre los británicos a la institución de la Monarquía se mantienen siempre alrededor del 80%.
El sector republicano, compuesto principalmente por intelectuales de la clase media, es poco representativo del país. La clase obrera (Lenin daría vuelcos en su tumba) es la más ferviente en su devoción a la reina; como también lo son las minorías étnicas y religiosas. De los millones que han salido a las calles a festejar el jubileo con banderitas inglesas o gorritos pintados con los colores patrios, muchos han sido negros de origen caribeño o africano, o musulmanes, o sijs con turbantes, o judíos. En una sinagoga londinense, el sábado de la semana pasada, un rabino propuso a la congregación que rezaran por la reina, que dieran gracias por haber tenido la fortuna de recalar en un país en el que, a diferencia de tantos otros, los judíos han podido convivir en un clima de respeto y paz.
Lo que el rabino quería decir era que Isabel II representaba el polo opuesto al fanatismo; que encarnaba el símbolo de una actitud nacional irónica y tolerante que combina, por un lado, un innegociable compromiso con el sistema democrático más antiguo que hay y, por otro, un reconocimiento de que la vida es cómica e indescifrable (incluso absurda) y que cualquiera que proponga odiar, matar y morir por una ideología que promete el paraíso en la tierra es un embustero, un payaso o un loco. Eso es, en el fondo, lo que es ser británico. Y eso es lo que se celebró esta semana a través de una señora bajita, enigmática y algo fría de 86 años que, por los caprichos del destino, luce una corona en la cabeza, vive en un palacio y ostenta el título de reina.
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