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La guerra de los drones

El presidente de EE UU dirige personalmente las operaciones de los pájaros metálicos de la muerte en Yemen, Somalia y Pakistán

Un drone en el aeropuerto de Kandahar (Afganistán).
Un drone en el aeropuerto de Kandahar (Afganistán).MASSAUD HOSSAINI (AFP)

Barack Obama dirige personalmente la última de las guerras norteamericanas, una que no ha sido declarada y se libra en los territorios de Yemen, Somalia y Pakistán. No combaten en ella soldados estadounidenses de carne y hueso, su lugar lo ocupan unos pájaros metálicos con licencia para matar llamados drones. Son los Predator y Reaper, fabricados por General Atomics en California, y van armados con misiles Hellfire, producidos por Lockheed Martin en Alabama.

Los ataques norteamericanos con aviones no tripulados por un ser humano se han multiplicado en los meses de abril y mayo, confirmando el entusiasmo creciente de Obama por esta forma de combate, la primera verdaderamente propia del siglo XXI. Es un combate sin cuartel, en el que el bando más poderoso no arriesga a su gente, reemplazada por letales robots teledirigidos.

Objetivo de esos ataques son supuestos dirigentes y militantes de Al Qaeda y grupos yihadistas asociados. Se trata de exterminarlos físicamente antes de que actúen, así que la guerra de los drones de Obama combina el carácter “preventivo” de las aventuras bélicas de George W. Bush con el derecho que siempre se ha otorgado Israel a efectuar ejecuciones extrajudiciales en cualquier parte del mundo.

Esta semana, Jo Becker y Scott Shane han publicado en The New York Times una extraordinaria información que detalla cómo Obama autoriza en persona quiénes serán los blancos de las acciones de los drones en Yemen, Somalia y Pakistán. Eso ocurre en unas reuniones del equipo antiterrorista de la Casa Blanca que se celebran semanalmente en la sala de crisis (Situation Room). En ellas se le presenta al presidente la lista de los condenados a muerte (Kill List) que han sido localizados, y este, tras estudiarla caso por caso, da o no su luz verde.

Obama ha encontrado en los drones el instrumento que le permite mostrarse duro y eficaz en la guerra contra Al Qaeda que declaró Bush tras el 11-S, a la par que evita muchos de los avisperos en los que se metió su predecesor, como relata Daniel Klaidman en su reciente libro Kill or Capture: The War on Terror and the Soul of the Obama Presidency. Obama, recuérdese, se opuso a la invasión de Irak y a los secuestros, torturas y campos de concentración como Guantánamo que caracterizaron la época de Bush. Con los Predator y Reaper sustituye esto último por ejecuciones. “Los drones”, escriben Becker y Shame, “han remplazado a Guantánamo”.

No se toman prisioneros, no se arriesgan vidas norteamericanas y, el hecho de actuar con mando a distancia, anestesia la posible mala conciencia: ideal para Obama. En sus primeros tres años en la Casa Blanca, habría aprobado personalmente 268 ataques con drones, cinco veces más que en los ocho años de Bush, según informa Christopher Griffin en un reportaje publicado por Rolling Stone: The Rise of de Killer Drones: How America goes to War in Secret (El ascenso de los drones asesinos: cómo Estados Unidos hace la guerra en secreto).

Miles de personas habrían muerto en esos ataques, incluidos no pocos civiles. La guerra secreta de Obama, escribe Griffin, “supone la mayor ofensiva aérea no tripulada por seres humanos jamás realizada en la historia militar: nunca tan pocos habían matado a tantos por control remoto”.

Los drones son populares en Estados Unidos, del mismo modo que lo es la política antiterrorista de Obama, que, entre otras cosas, consiguió matar a Bin Laden en 2011, aunque fuera en una acción de comandos clásica. No obstante, minoritarios sectores defensores de la legalidad democrática y los derechos humanos le ponen reparos. La mano derecha en esta materia de Obama, John Brennan, un veterano de la CIA, ha sido llamado el Zar de los Asesinos.

Para comenzar, estas ejecuciones son preventivas —antes de que se haya cometido el delito— y sumarias —sin el menor rastro de intervención judicial—. Y ya han incluido, el pasado 30 de septiembre, en Yemen, a un ciudadano norteamericano, Anwar Al Awlaki, un predicador yihadista supuestamente vinculado a Al Qaeda.

“Este programa descansa en la legitimidad personal del presidente”, informan Becker y Shame tras consultar a expertos de dentro y fuera del Gobierno norteamericano. O sea, las ejecuciones a distancia son legales porque el presidente así lo decide.

Y luego está la cuestión de las eufemísticamente llamadas “bajas colaterales”. Algunos ataques con drones han causado decenas de muertes de civiles, incluidos mujeres y niños, como el que abatió en Yemen en diciembre de 2009 a Saleh Mohammed al-Anbouri. Las víctimas tuvieron que ser enterradas en fosas comunes porque sus cuerpos habían quedado despiezados e irreconocibles.

En salom.com, Jefferson Morley ha publicado un reportaje, El rostro de los daños colaterales, donde cuenta la historia de Fatima, una niña muerta en la noche del 21 de mayo de 2010 cuando una oleada de misiles Hellfire trituró un grupo de casas en una aldea montañosa del Waziristán septentrional, en la frontera entre Afganistán y Pakistán. La operación, dirigida y ejecutada por la CIA como todas las de este tipo, buscaba abatir a un egipcio llamado Yazid o Said al Masri, presunto dirigente de Al Qaeda. Pero Fátima no tenía nada que ver con él, solo era un habitante de la aldea.

Las autoridades de Pakistán y Yemen, aliadas en teoría de Estados Unidos frente a Al Qaeda, han protestado tanto por la violación flagrante de sus soberanías como por la muerte de mucha gente que no tenía nada que ver con este asunto. Sienten, además, que esta guerra secreta les desestabiliza y da argumentos a los yihadistas. Sólo en Pakistán, según informa Seumas Milne en The Guardian, los drones habrían matado a unas 3.000 personas, de las cuales un tercio eran claramente civiles.

En 2011, la Fuerza Aérea de Estados Unidos entrenó a más guías de drones (los tipos que los dirigen desde una base, armados con un joystick y sentados frente a una pantalla de ordenador) que a verdaderos pilotos de cazas y bombarderos.

La apuesta por la guerra tecnológica fue adoptada por el Pentágono tras el desastre de Vietnam. En el futuro, las guerras imperiales de Estados Unidos se irían librando cada vez más con menor riesgo para sus soldados. El modelo a seguir lo aportó Hollywood con Star Wars. Científicos y fabricantes de armas debían poner en pie un ejército de robots que sustituyera a la tradicional carne de cañón.

Diseñados originalmente para el espionaje, la vigilancia y el reconocimiento, los drones comenzaron a ser usados masivamente por Estados Unidos para identificar y matar objetivos humanos tras el 11-S (las guerras yugoslavas les habían servido de prueba). Los Predator y sus sucesores, los aún más mortíferos Reaper, fueron ganando protagonismo en las guerras de Afganistán e Irak y en las operaciones contra Al Qaeda en Yemen y Somalia. A partir de 2008 comenzaron a actuar también en Pakistán.

Los drones vienen a costar unos 13 millones de dólares por unidad y, según Becker y Shane, “se han convertido en un símbolo provocativo del poder de Estados Unidos”. El Pentágono cuenta con unos 19.000 para tareas de espionaje o de combate, pero la CIA también dispone de su propia flota. De hecho, es este servicio de espionaje, cada vez más convertido en una organización paramilitar, el que conduce la actual guerra secreta de Obama.

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