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Columna
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Una pareja revolucionaria

George W. Bush ensalza ahora la ‘primavera árabe’ y propugna el derrocamiento de los dictadores

Lluís Bassets

No hay revolución sin decepción. La liberación señala un punto muy alto en los deseos de cambio. Una vez derrocado el régimen, la constitución de la libertad suele arrastrar los impulsos revolucionarios por los suelos del realismo. La primera vuelta de las elecciones presidenciales egipcias es toda una lección. Las dos fuerzas conservadoras que articulan la sociedad egipcia, la militar y la religiosa, han situado a sus respectivos candidatos mientras que el candidato de la liberación, de Tahrir, no pasa a la segunda vuelta y no podrá ni siquiera medir sus fuerzas. No es la primera decepción que reciben ni será la última en el año y medio transcurrido desde que empezaron las revueltas. Hubo una sangrienta y prematura lección en Bahréin, donde la revolución fue ahogada en sangre por Arabia Saudí con la connivencia de EE UU, y ahí está la permanente y cruel lección de Siria, donde la comunidad internacional se muestra impotente una y otra vez ante un régimen que ataca y asesina con total impunidad a los ciudadanos que osan manifestarse en su contra, hasta llegar a una matanza como la de Hula, en la que el régimen se ceba sobre niños y mujeres para escarmiento de los revolucionarios. Apenas la revolución tunecina consigue mantener enhiesta la bandera de la esperanza en un momento en que la mayor parte de experiencias parecen dar la razón a los escépticos, conservadores y defensores del statu quo.

Pero la historia siempre aguarda con extrañas sorpresas. Cuatro años después de su partida de la Casa Blanca, nos enteramos de que el expresidente de EE UU George W. Bush no participa de estos sentimientos. Gracias a una conferencia pronunciada el pasado 15 de mayo, sabemos que el comandante en jefe de la Guerra Global contra el Terror, la guerra preventiva, la tortura legal y Guantánamo tiene una visión abiertamente optimista y esperanzada de estas revoluciones. Así empieza el texto que nos llega de su discurso: “Son tiempos extraordinarios en la historia de la libertad. En la primavera árabe hemos visto el mayor desafío contra los sistemas autoritarios desde el colapso de la Unión Soviética. La idea de que los pueblos árabes están en cierta forma conformados con la opresión ha sido desacreditada para siempre”. (Wall Street Journal, 17 de mayo).

Su valoración casa mal con las alianzas tradicionales de Washington con las monarquías petroleras, cultivadas especialmente por la familia Bush, padre e hijo, y mantenidas durante su presidencia y también con la actual de Obama. Tampoco rima con el seguidismo practicado con los Gobiernos de Israel ni con las prevenciones ante las revueltas árabes de los portavoces de la derecha israelí y de sus amigos intelectuales o políticos, como José María Aznar. Bush explica que “algunos en los dos grandes partidos en Washington observan los riesgos inherentes en el cambio democrático —particularmente en Oriente Próximo y África del Norte— y piensan que los peligros son excesivos. EE UU, argumentan, debe limitarse a apoyar a los líderes ya conocidos por defectuosos que sean en nombre de la estabilidad”. “Si EE UU no apoya el avance de las instituciones y valores democráticos, ¿quién lo hará?”, añade.

De hacerle caso, Washington debiera estar propugnando el cambio de régimen en todo el mundo árabe, incluyendo monarquías estrechamente aliadas como la de Jordania o Arabia Saudí. Para ello escoge palabras encendidas, similares a las que se pueden leer o escuchar de boca de muchos revolucionarios: “EE UU no debe decidir si una revolución liberadora debe empezar o terminar en Oriente Próximo o en cualquier otro sitio. Solo debe elegir de qué parte se pone”. Y añade un argumento de cuño estrictamente revolucionario, como es la sublimación del momento del cambio: “Es glorioso el día en que un dictador cae o cede ante el movimiento democrático”.

En los mismos días en que George W. Bush pronunciaba su discurso revolucionario, su esposa Laura publicaba otro artículo (Washington Post, 18 de mayo), coincidiendo con la cumbre de la OTAN en Chicago, con un título que es un llamamiento, No abandonemos a las mujeres afganas, en el que la esposa del expresidente demuestra cómo la acción de la OTAN y de Naciones Unidas ha servido para escolarizar a siete millones de niños afganos, un 37% niñas, mientras que con los talibanes solo 900.000 niños, todos varones, iban al colegio. Y concluye con una pregunta de valor universal: “¿Nos arriesgaremos a las consecuencias de abandonar a las mujeres afganas a su suerte?”.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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