_
_
_
_
Europa / 2
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La memoria ya no basta para Europa

Lo que valía para la generación de Kohl, de Mitterrand, y debe impulsar a Hollande y Merkel, no servirá para el siglo XXI

¡Hijos del siglo XXI! Pequeños seres recién nacidos, élficos, que pobláis ya las escuelas de Europa, escribo estas líneas pensando en vosotros. Vosotros, para los que la historia del siglo pasado -una guerra, otra guerra, otra guerra, el exterminio y después la descolonización- será una serie de fábulas y cuentos de terror. Vosotros, que tendréis que inventar este siglo, el XXI, darle su fuerza poética, estética, política. Y, sobre todo, su sentido ético. Vosotros, que creceréis en esta época de ficciones, como yo, pero más que yo. Vosotros marcharéis acompañados de un repertorio infinito de imágenes: archivos, películas, cruces de los mundos que llaman reales o virtuales pero que son, para vosotros, un solo mundo indisociable. Por ahora, corréis y jugáis. Vosotros seréis responsables de inventar el futuro. Y, a mi manera, me gustaría ayudaros. Y decir, para empezar, esto:

El tiempo de las metamorfosis

¡Señoras y señores de las instituciones europeas! Vuestra Europa nos aburre. Nos produce un aburrimiento mortal. Porque carece de espíritu. De visión. De imaginario. ¡Carece de poética! Mirad: el carbón y el acero. La CEE. Luego la UE. Los criterios de convergencia. Europa, en su unión, no es más que una materia y un certificado, un mercado y un acrónimo.

Cuando era niño, aprendí todo lo que se decía de la construcción europea desde la época de los fundadores: Monnet, Schumann. En los pupitres de los Institutos de estudios políticos, en la London School of Economics, he visto con qué empecinamiento se enseña esta construcción. Piensan que así van a formar una generación de pequeños comisarios. Creen poder elevar a los ciudadanos de Europa al terreno de la razón en el que se basa esta unión. ¡Pero fijaos! Los pueblos de Europa no quieren ya saber nada de este edificio construido sobre la razón --estabilidad monetaria, reducción de los déficits, competencia pura y perfecta-- ni, menos aún, del hambre al que ese edificio les condena.

En su último libro publicado en Francia, La Constitución de Europa, Jürgen Habermas se ve a sí mismo como el padrecito de un pueblo europeo ausente. Intenta responder a la crítica de que no existe un demos europeo, un pueblo europeo, por lo que no puede haber ni Estado ni Constitución transnacional. Pero no hace ninguna falta que haya un pueblo, dice Habermas, ante todo debemos establecer una Constitución, y a partir de ahí se derivarán unas solidaridades abstractas.

Subrayo la expresión solidaridades abstractas, entre unos ciudadanos que no hablan la misma lengua pero se incorporan, gracias a la razón, a un destino común.

Aquí, una vez más, se evita o se sortea la cuestión de la lengua, la poética.

Comprendo, desde luego, que un hijo del siglo XX como Habermas sueñe con eliminar la pasión y la emoción de la política. Acepto esa exclusión por todo lo que representó el siglo pasado: la edad de las masas, de las fusiones líricas y las furias nacionales que, todavía hoy, asedian el espacio europeo... También puedo decir que comparto el objetivo de Habermas: salvar la idea de una política por encima de las naciones.

Pero sobre todo quiero subrayar su error. El error profundo, intelectual, que comete quien cree poder construir un espacio político sin que exista un espacio poético.

Si digo "Hugo", el nombre implica cierta idea de la República francesa.

Si digo "Goethe", o más tarde "Heine", es una idea determinada de Alemania.

Para Europa, os digo los nombres que considero característicos: Steiner, Magris y, antes de ellos, Zweig o Valéry…

Pero, sobre todo, los invisibles, los traductores que desde hace siglos nos permiten leer las obras escritas en otras lenguas que no dominamos.

Es una Europa del texto, sin duda, una Europa literaria, ¿por qué ocultarlo?

Pero, en esta historia literaria, se diseñan por encima de todo una política y una poética de la traducción. Estos traductores invisibles constituyen el centro de lo que llamo una poética europea del entrelenguas.

Europa es el lugar en el que se publican y se traducen los textos y las lenguas del mundo.

Durante mucho tiempo, se hacía por el deseo de poder, por asegurarse el dominio de los conocimientos, del verso, el ritmo y las metáforas a través de las cuales los seres humanos hacen suyo el mundo.

Hoy, en una Europa en la que se cruzan un poco de Asia, África, las Américas, este reconocimiento de la traducción como poética común es mucho más que una simple aceptación del mestizaje. Es una idea concreta de los conflictos, las tensiones que derivan de ellos y el instrumento, el esfuerzo, para superarlos.

Pero este esfuerzo y esta idea de la traducción, deben dejar de ser exclusivos de la literatura.

Nuestra responsabilidad es elevar a cada ciudadano del siglo XXI a esta política del entrelenguas.

Veamos. La emoción que se siente durante una campaña electoral. En Italia, en Suecia, en Polonia, en Grecia, en Hungría... Hace poco, en Francia. Los candidatos utilizan una lengua nacional para apelar a una base común efímera del pueblo. Los candidatos tienen sus referencias y sus elocuencias. Se trata de escoger, para quien vota, la palabra, la promesa y la lengua que resuenen con la esperanza. En este contexto, las naciones, por desgracia, siguen teniendo el monopolio de la emoción colectiva.

¿Por qué, entonces, destacar esta dimensión de la lengua, de la expresión?

Precisamente para situar el proyecto europeo frente a las cosas de las que se olvida.

En concreto: la cuestión política de una base común unida por la traducción.

La cuestión de una lengua común que pueda despertar solidaridades concretas y hacer de Europa, también, un espacio poético.

Yo soy hijo del desencanto. No me gusta sentirme arrastrado por unas palabras pronunciadas en público. Pero debo reconocer, para ser realista, que no puede existir un espacio político sin que exista un espacio poético: metáforas, referencias, elocuencias, humores... Es decir, frente a las solidaridades abstractas de Habermas -que son las del euro, el derecho europeo, el interés industrial de los miembros de la Unión, este mundo de hambre y austeridad en el que se ha convertido el proyecto europeo-, yo propongo unas solidaridades concretas.

¿Cómo construir solidaridades entre lenguas?

¿Qué poética para la Europa del siglo XXI podría sostener una ciudadanía de múltiples lealtades?

Hasta ahora, los constructores de Europa siempre se han conformado con un único argumento emocional: las guerras, el siglo XX y el exterminio. Es este argumento repetido el que me ha llevado a escribir, en varias ocasiones, que el pasado es, todavía hoy, la constitución no escrita de Europa. Vivimos en un régimen del poder de la memoria.

Pero yo digo aquí, con firmeza, que esa memoria ya no basta.

Lo que valía para la generación de Kohl, de Mitterrand, lo que debe aún impulsar a Hollande y Merkel, no servirá ya para los hijos del siglo XXI.

Debemos encontrar otra cosa. Construir otra cosa. Imaginar otra cosa.

Ya no basta solo el peso de la memoria, sino que es necesaria una poética que defina un horizonte para el futuro. Si no, las naciones, con toda la emoción que despiertan, retomarán el poder. Ese es, por desgracia, el camino emprendido hasta ahora. El regreso de las naciones. Y en todas partes, el refuerzo de las identidades.

He expuesto ya, en un libro sobre la tristeza europea, Le Hêtre et le Bouleau [El haya y el abedul], qué es, en mi opinión, esta poética del entrelenguas.

Al final del libro propongo un programa para desarrollarlo en 30 años: 1. La difusión en Europa de una pedagogía de la traducción y la creación de una escuela del vértigo para los niños que vayan a nacer, con el fin de sincronizar la enseñanza con la realidad en la que les va a tocar vivir: una realidad híbrida del entre, de las identidades múltiples. 2. La redacción de un Manual de historia utópica para transmitir a los escolares europeos, que ya no sea una Historia redactada desde el punto de vista de las naciones, sino una Historia de la permeabilidad, los intercambios y los desplazamientos. 3. La creación de una Academia europea de las lenguas y la traducción, con el fin de definir lo que sería el embrión de una política cultural europea. Aquí, grandes figuras de las letras, portadoras de esta ética del desplazamiento, tendrían el encargo de definir unos cánones con obras de traducción obligatoria a las distintas lenguas europeas. 4. Un espacio de ciudadanía redefinido e inspirado en la figura del traductor: el que conoce el esfuerzo, el conflicto, el angustioso dilema de unir dos lenguas y dos culturas. 5. Por último, el reconocimiento como lenguas europeas de las lenguas escritas o habladas en los países de la Unión por quienes deciden vivir en ellos. Ello convertiría el chino, el árabe, el ruso, numerosas lenguas africanas, el hebreo, el japonés... en lenguas europeas.

Porque lo son. Europa ha querido dirigir y conquistar el mundo. Ahora debe aceptar que el mundo se incorpore a ella, en sus lenguas.

Esta poética y esta política de la traducción no tiene solo vocación de crear solidaridades concretas, entre otros. Es además, sobre todo, señal de un compromiso de hacer que la Historia vuelva a tener espíritu, un compromiso que, espero, se tenga en cuenta en este momento crucial de Europa que quiere negociar el nuevo presidente francés.

¿Crecimiento?, dice él, ¿por qué no? Hace falta, sin duda.

¿Pero para construir qué sentido y consolidar qué elemento común?

Debo acabar, pues, con una nota oscura: malos vientos recorren Europa.

No es solo la crisis de la deuda y la amenaza de bancarrota de Grecia.

Está creciendo una Europa breivikiana. La llamo así porque adopta, con mayor o menor firmeza, las ideas de Breivik, el hombre que está siendo juzgado en Oslo por el asesinato de 77 personas, con el propósito, según él, de defender la "civilización" contra la presencia árabe, el islam y lo que más odia: el multiculturalismo.

Esta Europa breivikiana se considera una «civilización» atacada y en peligro de disolución. Seduce a jóvenes que buscan una causa y un sacrificio. Obtiene escaños en los parlamentos. Desde el ascenso de Jörg Haider en Autria, hasta la matanza de Utøya en Noriega, esta Europa breivikiana no ha dejado de adquirir más tribunas y más poderes. Frente a ella, la Unión Europea parece impotente o, peor aún, cada vez más cómplice. Poco a poco se consolida una alianza nauseabunda entre la Europa de la razón --rigor, deuda, déficit-- y la de la pasión identitaria y xenófoba.

Por eso tenemos tanta urgencia.

Debemos organizar el futuro.

Y empezar a trabajar ya en esta poética del entrelenguas.

Para construir una base común habitable en una Europa de las traducciones.

Un futuro que recuerde lo sucedido. Una escuela del otro, de los otros, adaptada a esta gran era de híbridos y metamorfosis.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_