El fin de una misión fracasada
La matanza del domingo en Afganistán fulmina cualquier esperanza de una evolución positiva de la guerra y convierte la presencia militar de la OTAN en una invasión odiosa
Aunque el Pentágono prometió ayer mantener el calendario y los planes previstos en Afganistán, la matanza ocurrida el domingo fulmina cualquier esperanza de una evolución positiva de la guerra y convierte definitivamente la presencia militar de la OTAN en una invasión odiosa que será necesario acortar lo máximo posible. Cómo hacerlo sin perder la cara y sin entregar precipitadamente el país a los talibanes es la gran duda que en estos momentos envuelve a los centros de decisión en Washington, especialmente a la Casa Blanca.
Barack Obama, el comandante de las fuerzas armadas de Estados Unidos, había diseñado una estrategia de retirada paulatina que le permitiera llegar a las elecciones de noviembre en un clima de relativa estabilidad militar sobre el terreno y un horizonte de conclusión del conflicto de forma ordenada.
La ilusión de una victoria había desaparecido hacía tiempo. Los objetivos de la misión habían sido rebajados considerablemente. Ya no se contaba con la derrota de los talibanes ni con la reconstrucción o la democratización de Afganistán. Contra la opinión de la oposición republicana, Obama había fijado la fecha de 2014 para la retirada de tropas y habían iniciado conversaciones directas con los talibanes con el propósito de pactar la transición.
Incluso esas modestas ambiciones y ese realista camino de salida están hoy en peligro tras la acción desesperada de un soldado que mató a 16 personas, incluidas mujeres y niños, en una aterradora cacería, casa por casa, en una lejana aldea de la provincia de Kandahar. Ese suceso, unido a la reciente quema de varios ejemplares del Corán y al vídeo anterior en que militares norteamericanos orinaban sobre los cadáveres de sus enemigos, marca la ruptura entre las tropas extranjeras y la población a la que se supone que deben proteger de los extremistas islámicos.
Después de un década en Afganistán, EE UU no se ha ganado el favor de los afganos. Sus proyectos de reconstrucción han fracasado o resultan inapreciables en comparación con los daños que produce la guerra. El país ha hecho algunos progresos hacia la democracia, pero, igualmente, son muy inferiores al crecimiento de la corrupción y los abusos de poder. Los afganos encuentran hoy menos razones que hace 10 años para apoyar a los invasores, quienes, lejos de señalarles una vía hacia la modernización y el progreso, les muestran ahora un rostro inamistoso y, a veces, brutal.
En estas condiciones, es imposible alargar la presencia militar. En todo caso, su extensión para no dejar la impresión de un huida, irá acompañada, seguramente, de más violencia. Hay que contar con acciones de venganza de parte de los talibanes y con una mayor reclusión de las fuerzas de la OTAN en sus bases, donde poco pueden hacer más que evitar nuevos incidentes y más bajas. La labor de entrenamiento del Ejército afgano, que ya estaba amenazada por los repetidos incidentes de soldados afganos que se volvían contra sus adiestradores, se hará aún más complicada. La táctica de los últimos dos años de acercarse a los líderes locales para evitar la penetración de los radicales, será casi imposible de continuar. Ni siquiera es posible o conveniente sostener en el poder a Hamid Karzai, que trabaja ya en su propio futuro al margen de Washington.
En definitiva, ya no hay nada más que hacer en Afganistán. El objetivo de liquidar a Al Qaeda, cuyos pocos supervivientes están dispersos en varios países, no exige en este momento una presencia militar en Afganistán. Es el momento de irse, y las conversaciones que se llevan a cabo en Qatar, aunque ahora serán más complicadas porque EE UU está en una posición mucho más débil, parecen el único instrumento para hacerlo dignamente. Un 54% de los norteamericanos, según una encuesta de ABC y The Washington Post, opinan lo mismo.
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