El aprendizaje de la decepción
Un año después, cuesta sostener la ilusión del cambio que suscitó la 'primavera árabe'
Cuanto mayores son las expectativas mayores las decepciones. La primavera árabe, que empezó en pleno invierno, no iba a ser distinta. Se van cumpliendo los primeros aniversarios de aquellos acontecimientos sorprendentes y únicos, regresa la primavera y poco hay en el nuevo paisaje político que permita sostener intacta la ilusión del cambio y de la libertad que prendió hace un año. Sobre todo, porque también se cumple ahora un primer aniversario de dolor y de sangre en Siria, donde el régimen de Bachar el Asad resiste aparentemente incólume ante la extensión de las protestas, la aparición de una resistencia militar y una insuficiente presión internacional. No es el único signo negativo: el Ejército es quien manda en El Cairo; las fuerzas reaccionarias y las monarquías autocráticas se han rearmado y recuperan la iniciativa desde hace ya tiempo en todos los países, desde Marruecos hasta Bahréin.
Los jóvenes blogueros cosmopolitas y laicos, protagonistas visibles de las primeras movilizaciones hace un año, han sido sustituidos por los barbudos islamistas, vencedores en todas las elecciones allí donde se han celebrado, ya sea en los países donde se derrocó al dictador, ya donde solo hubo reformas constitucionales. El mapa político terminará pintado de verde islámico todo entero este próximo mayo, cuando celebre sus elecciones legislativas Argelia, el primer país donde los islamistas vencieron en la primera vuelta de unos comicios en 1991, que fueron interrumpidos por un golpe militar aplaudido por todo Occidente y una guerra civil devastadora, en la que murieron entre 150 y 200.000 personas.
Los partidos islamistas, empezando por el más antiguo y de mayor peso, los Hermanos Musulmanes de Egipto, matriz de organizaciones nacionales en otros países, enfrentaron la primavera árabe guiados por la trágica experiencia argelina y en cierta medida por la que consideraron su confirmación más reciente en las elecciones de Palestina, donde la victoria de Hamás en enero de 2006 no fue aceptada por Estados Unidos, Israel y la Unión Europea, por considerarla una organización terrorista. El temor de los partidos islamistas a que volviera a actuar lo que ellos denominan el veto americano llevó a estos partidos a establecer una estrategia de prudencia y escasa visibilidad desde el inicio mismo de las revueltas. También a que sus líderes renunciaran a presentarse a elecciones presidenciales o incluso a aspirar a encabezar gobiernos, prefiriendo en cambio el segundo plano y el liderazgo espiritual.
Cabría interpretar su amplia victoria electoral como el triunfo de una agenda oculta, que incluye la imposición de la sharía, la limitación de los derechos de las mujeres e incluso la persecución de las minorías religiosas, sobre todo los cristianos. El peso de los islamistas más radicales, los salafistas, dispuestos a revivir la literalidad de las normas coránicas catorce siglos después, sitúa al grueso del islamismo en el centro político, a pesar de que sea más que discutible el calificativo de moderado con que se le suele caracterizar. Pero frente a estas premoniciones negativas cabe también considerar la cura de realismo que están sufriendo los dirigentes islamistas, enfrentados a economías en muy mal estado y a exigencias de trabajo y mejores condiciones de vida por parte de los ciudadanos que les están conduciendo al poder. En muy poco tiempo, estos dirigentes están aceptando con todas sus consecuencias la sociedad de mercado, la realidad de la globalización, los límites a las soberanías nacionales y el peso abrumador de las realidades geopolíticas de más difícil digestión.
No es una casualidad el caso excepcional de Siria, único país donde las revueltas que empezaron en marzo de 2011 han seguido creciendo, con más de 7.000 muertos de por medio, en un doloroso equilibrio de fuerzas que permite al régimen mantenerse en pie pero sin capacidad para liquidar a la oposición en la calle. Nada que ver con los súbitos derrocamientos de Ben Ali y Mubarak. Tampoco con la guerra civil que prendió rápidamente en Libia. Ni siquiera con la lenta caída de Saleh en Yemen. El régimen sirio se mantiene gracias a la consistencia de un complejo sistema de equilibrio de poderes interiores, entre sus minorías étnico-religiosas, e internacionales, basado en su solitaria resistencia frente a Israel y su alianza con Irán, con Rusia y China como contrafuertes.
A pesar de la matanza siria, poco se puede objetar a lo que han dado de sí las revueltas árabes en poco más de un año. Si comparamos la cosecha ya recogida por estas revoluciones de 2011 con las de 1989 limitaremos nuestro derecho a la decepción. Hubo varias guerras en los Balcanes, hasta diez años después, además de las de Chechenia y Georgia. Si exceptuamos los países que entraron en la UE, basta con ver el estado en que se encuentran ahora los miembros de la antigua Unión Soviética. Un año después, esto no ha hecho más que empezar en el mundo árabe. Queda mucho por hacer. Y hay que aprender de las decepciones. Para dejarlas para más adelante.
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