y 5. Castigo colectivo
El escritor describe el infierno de los civiles en la ciduad de Homs, donde los francotiradores actúan sin descanso y aterrorizan a la población mientras se agrava el enfrentamiento religioso entre suníes y alauíes
El cadáver, ya céreo, envuelto en su sudario, con una corona de flores de plástico en la cabeza, reposa en un rincón de la mezquita. Arrodillado junto al ataúd, un chico lloroso, su hermano, le acaricia el rostro con infinita ternura. El muerto tenía 13 años. La noche anterior, partía leña delante de la puerta de casa. Su padre, con los ojos hinchados, pero tieso y digno, rodeado de familiares, lo cuenta: “Debió de iluminarse con el móvil. Y el francotirador lo mató”. No fue un accidente, ni una casualidad. Su calle sufre los disparos constantes de ese francotirador que, emboscado en la escuela del barrio, se entrena con los gatos, a falta de otros blancos. “No nos atrevemos ni a sacar la basura”, añade un vecino. Otro hombre me enseña, en su teléfono, el cadáver de su hermano, abatido cuando protegía a su hijo de 11 años y me explica que tuvo que taladrar el muro entre su casa y la de sus vecinos para poder salir sin quedar expuesto.
Son Abu Bilal, Abu Adnan y Omar Telaoui, tres informadores militantes, quienes nos han traído esta mañana al funeral del pequeño. Es 26 de enero. Después del entierro, siete de nosotros nos metemos en su coche para dirigirnos a un barrio más al Este, Karam al Zeitoun. En las avenidas, en las shawari al maout, o “calles de la muerte”, como las denomina la gente, el conductor acelera a fondo para evitar los disparos. Justo delante están disparando. Giramos bruscamente en un callejón. Algunas personas corren, otras esperan al borde de la avenida, a resguardo. Vamos a parar a un centro de salud improvisado. El personal sanitario rodea a un joven con la base del cráneo atravesada por una bala. Se agita, vomita sangre, se recupera, vuelve a vomitar y el sanitario, que ni siquiera es médico, no puede hacer nada más que vendarle la cabeza y meterlo en un taxi para trasladarlo a una clínica. Un testigo refiere lo sucedido: la víctima, de 27 años según su documento de identidad, recibió una bala delante de la mezquita Said ibn Amer, muy cerca de aquí, mientras llevaba medicamentos a sus padres; una hora antes, habían matado a otro hombre que salía de esa misma mezquita, con una bala que le había atravesado el cuello.
El testigo no ha tenido tiempo ni de terminar su relato cuando traen a dos nuevos heridos, un hombre de edad madura alcanzado en la parte superior del pecho y una mujer cubierta por un velo que mueve sus ojos aterrados, con la mandíbula destrozada por una bala. Es el mismo francotirador que el del primer chico, que siempre apunta al cuello, pero esta mujer ha tenido suerte. El hombre jadea y agarra de forma convulsiva la mano de Mani; por fin le evacúan en una camioneta, con un amigo acostado a su lado para hacerle una transfusión. Los activistas ruedan su vídeo, Omar comenta la escena para la cámara, chapoteamos en la sangre, Abu Bilal se sujeta la cabeza, sus nervios no resisten más. Sin embargo, esto no es más que el principio. Mientras interrogamos a los testigos en el cubículo del sanitario, suenan nuevas bocinas, y volvemos corriendo. Es el caos. Los dos heridos que habían intentado llevar al hospital han regresado, muertos; el personal trabaja para salvar a otros tres, víctimas de un obús que ha estallado delante de otro centro de primeros auxilios. Sobre la mesa, un cuarto hombre que ha muerto ante mis ojos, con un breve estremecimiento, sin que me haya dado ni cuenta. Trato de preguntar a uno de los heridos pero, en ese momento, traen a un bebé, herido en la ingle.
En la calle, más arriba, hierve la muchedumbre. ¿Un ataque, un obús? Empiezan todos a correr y, cuando llego, encuentro a Mani arrinconado contra la pared por unos hombres desatados que le impiden hacer fotografías. “Es un shabiha”, logra decirme. “Están linchándolo”. Los shabihas son milicianos, en su mayoría alauíes, reclutados por el régimen desde el principio de los acontecimientos para hacer el trabajo sucio. En los límites de los barrios alauíes de Homs, disparan sin cesar desde sus barreras contra las calles suníes vecinas y causan víctimas diarias; los testigos hablan también de violaciones, torturas, otras atrocidades. Aunque los rebeldes reclutan a los soldados que capturan o los utilizan para hacer intercambios, y hacen lo mismo incluso con los mujabarats, a los shabihas que caen entre sus manos los ejecutan sin más. Un poco después, cuando conseguimos salir de este barrio, después de un paso interminable por la avenida de los francotiradores, veo por casualidad a ese mismo shabiha desnudo, cubierto de sangre, con las manos atadas y la cabeza aplastada, mientras lo pasean como un trofeo en una camioneta del ejército libre, entre los “¡Allah u akbar!” de la población.
"No nos atrevemos ni
Tres días más tarde, el domingo, se repiten las mismas escenas de matanzas en Bayarda, un bastión de la oposición al norte de la ciudad. En esta ocasión, ni siquiera tenemos que salir del edificio en el que nos alojamos: el puesto de socorro se encuentra en la planta baja. El primer herido llega justo antes de mediodía, con el abdomen perforado por una bala mientras intentaba proteger a sus hijos de los disparos de un francotirador escondido sobre el tejado de la oficina de correos del barrio; su hijo le sigue poco después, con dos dedos amputados. Nos dicen que ya han matado a otro hombre en el mismo sitio. Dos horas después, es un pequeño de 10 años, de cabello negro y tupido que acaricio. La bala que le ha atravesado el pecho le ha matado al instante. Su primo contempla el cuerpecillo y solloza: “Alabado sea Dios, alabado sea Dios”. Todavía hay otro más antes de que caiga la noche, un hombre alcanzado en los pulmones, que sobrevive a duras penas. Cerca de una gran avenida me muestran una larga pértiga metálica con un gancho soldado al extremo: sirve para recobrar a los heridos y a los muertos. Los francotiradores disparan sobre todo el mundo, mujeres, niños, personal médico, porque sí, absolutamente porque sí. Solo para castigar al pueblo rebelde de los barrios sublevados, culpable colectivo de negarse a doblar el espinazo y obedecer en silencio a su amo y señor.
Los testigos hablan
Quería asistir al entierro del niño, que se llamaba Taha, pero no da tiempo a que lo hagan antes de irme; los mujabarats no están dispuestos a dejar salir el cuerpo del depósito mientras su padre no firme un certificado en el que diga que su hijo ha sido asesinado por “terroristas”, es decir, el ELS, por supuesto. Pero hay cosas aún peores. El día de las matanzas en Karam al Zeitoun, a primera hora de la tarde, los militantes se enteran de que una familia entera ha muerto asesinada en su casa, en el barrio de Nasihine. Al anochecer, Mani sale con unos soldados del ELS a fotografiar los cadáveres: 11 personas, de ellas cinco niños, tres de ellos, degollados. Era una familia suní que vivía al borde de un barrio alauí; los testimonios recogidos por Mani hablan de provocación sectaria. En ese mismo momento se ha producido también otra carnicería, el asesinato de una familia de seis personas, cuatro de ellas niños, a los que han disparado en la cabeza o en el ojo; pero va a ser imposible recuperar los cuerpos hasta el lunes siguiente por los violentos combates que se desarrollan en la ciudad vieja.
El ELS ha montado una operación de represalia la noche de la matanza de Nasihine. Pero tienen cuidado de no atacar más que objetivos militares: las barreras que han facilitado la huida de los asesinos y un edificio de las fuerzas de seguridad militar. Tanto los oficiales del ELS como los militantes se preocupan todo lo posible por evitar que la revolución adopte una deriva sectaria. “Somos conscientes de que el régimen juega la baza del enfrentamiento religioso”, me explica Muhannad al-Oumar, uno de los dirigentes del Consejo militar de Baba Amro. “Desde luego, si la lucha se prolonga, es probable que nos encaminemos hacia un conflicto sectario, porque la comunidad alauí apoya de forma inequívoca al régimen. Pese a ello, si el régimen cae, no habrá represalias. Se juzgará a quienes hayan matado, pero la comunidad alauí tendrá su participación, como todos los sirios. No podemos borrarlos. Forman parte de la sociedad siria, como nosotros”.
Los rebeldes del ELS tienen cuidado de atacar solo objetivos militares
Nadie niega que ha habido civiles alauíes que han sufrido secuestros —a menudo, para utilizarlos como moneda de cambio— o han muerto asesinados. Los militantes con los que me he entrevistado rechazan la responsabilidad de lo que hacen los grupúsculos incontrolados, en especial las familias beduinas, una comunidad con una fuerte tradición de venganza de sangre; a pesar de todos los intentos de mediación, ni el ELS ni los activistas civiles consiguen impedir que los beduinos se venguen en alauíes inocentes, sobre todo cuando han matado o violado a sus mujeres e hijos. El régimen, por supuesto, se aprovecha de esos actos injustos para calificar a sus adversarios de terroristas. Sin embargo, me parece que existe una gran diferencia entre una política sistemática, la del régimen, que fomenta el enfrentamiento étnico y provoca matanzas religiosas, y la impotencia de unas autoridades embrionarias y presionadas, que no consiguen controlar a los elementos más extremistas de su bando.
En Bayarda, poco después de la muerte de Taha, conozco a un cineasta de Damasco. “Aquí existe un enfrentamiento religioso, es innegable”, reconoce. “En los dos bandos se habla de limpieza étnica. Pero es algo exclusivo de Homs, no lo hay en otros lugares. Yo soy laico. Debo estar aquí; si no, esto se convierte en una guerra sectaria. Si las cosas evolucionan en el buen sentido en otras partes, si prevalece una versión más positiva de la revolución, entonces se podrá contener Homs”. Una apuesta que no está todavía ganada, ni mucho menos. Desde que salí del país, el 2 de febrero, Homs ha sufrido bombardeos diarios masivos que ya han causado más de 718 muertes, según un recuento individual de la Oficina siria de Derechos Humanos. Las comunicaciones están cortadas casi por completo, se ha acabado el pan, los centros de salud están desbordados por la cantidad de heridos. Occidente y la Liga Árabe, impotentes frente al veto de rusos y chinos, hablan de cascos azules, de corredores humanitarios. Todo esto me trae malos recuerdos. Entre 1993 y 1995, cuando estaba en Bosnia, murieron más de 80.000 personas ante la mirada de los periodistas, los trabajadores humanitarios y el mundo entero, así como de los cascos azules, cuyas órdenes no les permitían disparar más que a los perros rabiosos. Si no tenemos nada mejor que proponer a los sirios, más vale que los abandonemos a su suerte. Por lo menos sería más honrado.
"Aquí existe un
Jonathan Littell es novelista franco-estadounidense, autor de Las benévolas. La serie de artículos sobre Siria se publica de forma coordinada con el diario francés Le Monde.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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