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Tribuna
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¡Que cambien ellos!

Quienes se declaran protectores de los sirios deben demostrarlo con reformas en sus países

Un cartel con una imagen de Bachar El Asad y la leyenda "El Carnicero", en la ciudad libanesa de Trípoli.
Un cartel con una imagen de Bachar El Asad y la leyenda "El Carnicero", en la ciudad libanesa de Trípoli.DIMITAR DILKOFF (AFP)

Con las masacres cerniéndose sobre las ciudades de Siria, sobran motivos para afearles a Rusia y China su veto a la resolución, auspiciada por la Liga Árabe, reclamando la salida del presidente sirio. Pero que lo hiciese nada menos que el rey Abdulá de Arabia Saudí entra en el terreno de lo extraordinario. ¿Se habrán convertido las monarquías del Golfo en paladines de los derechos humanos en el camino a Damasco?

En el caso de Catar, la apuesta por ser lo que Paul Salem denomina un hub geopolítico pasa desde hace un año por impulsar los procesos de cambio que sacuden al mundo árabe. En la última década, el rico emirato, que mantiene buenas relaciones tanto con Israel como con Irán, ha reforzado sus bazas y, además de albergar la sede de Al Yazira, cuenta con una diplomacia activa en la mediación en conflictos y el diálogo con los actores más dispares: en Catar, una base aérea estadounidense coexiste con la viuda de Sadam Husein y con una oficina de los talibanes afganos. Con la primavera árabe, Catar trocó su perfil mediador por uno intervencionista: campaña aérea en Libia, armas a los rebeldes, apoyo a nuevos líderes, partidos y asociaciones... El emir y su entorno no esconden sus simpatías islamistas, pero para ellos estas son perfectamente compatibles con una mayor democratización. Parten de la premisa de que las elecciones darán expresión política a un islamismo moderado que ya es mayoritario en la sociedad y, de momento, los resultados electorales en Túnez, Egipto y Marruecos parecen darles la razón. Ese apoyo a la democracia, sin embargo, no se aplica en casa, ni a las monarquías vecinas del Golfo.

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Arabia Saudí, por su parte, no esconde su desdén por la democracia dentro y fuera de sus fronteras. La opresión que padecen los y, en particular, las saudíes se recrudece en el caso de la minoría chií, vista por Riad como una quinta columna de su archirrival, Teherán. De ahí la prisa en aplastar la revuelta en Bahrein, donde la mayoría chií reclama, además de democracia, igualdad de derechos. El régimen saudí lee los acontecimientos en Oriente Próximo en el marco de su enemistad con Irán, de quien teme tanto la capacidad de desarrollar el arma nuclear como la influencia regional. Bajo ese prisma, la retirada estadounidense de Irak, dejando un Gobierno con preeminencia chií y buenos contactos en Teherán, es un desafío de primer orden. En cambio, la revuelta en Siria abre nuevas posibilidades: la caída de El Asad acabaría con el mejor aliado de Irán, debilitaría su influencia en Líbano y Palestina y, con toda probabilidad, daría un papel protagonista a los sunníes en Siria.

Al inicio de las revueltas de 2011 el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), que reúne a las monarquías de la zona, se ocupó de problemas internos (atajar las protestas por las buenas, en Omán, o por las malas, en Bahrein) y luego de Yemen, donde auspició la salida pactada de Saleh. El CCG está ahora en el núcleo motor de la Liga Árabe, que salió de su largo letargo con el conflicto de Libia y lleva la voz cantante en el de Siria. No se puede comparar la escala de lo que pasó en Bahrein con esos conflictos (la oposición habla a lo sumo de 60 muertos). Pero que su emir, en una entrevista a un periódico alemán, le aconseje a El Asad “que escuche a su pueblo”, o que el CCG se erija en defensor de los que protestan en Siria, son flagrantes contradicciones. Tal vez defendiendo el cambio fuera las petromonarquías esperan legitimar su inmovilismo interno: que cambien los otros para que aquí nada cambie.

La Liga Árabe sigue siendo un club con amplia mayoría de dictaduras, pero sus miembros ya no sólo se dedican a taparse las vergüenzas y rasgarse las vestiduras sobre Palestina sin mover un dedo. No podemos ignorar las motivaciones de quienes impulsan su nuevo activismo. Las monarquías del Golfo están tomando la delantera y quienes decidan actuar para detener la carnicería en Siria deberán contar con ellas, además de con Turquía. Lo difícil para Occidente será no resbalarse por la espiral del hacer algo hacia intereses que tienen más que ver con rivalidades regionales que con la protección de civiles. Para acabar con el apoyo de muchos miembros de minorías religiosas a El Asad habrá convencerles de que, en la nueva Siria, no van a sufrir la misma suerte que los chiíes en Arabia Saudí. Por eso, un buen mensaje para un futuro no sectario en Siria sería que quienes se presentan como protectores de la población siria demuestren, con reformas en sus propios países, que convivir sin opresión es posible en Oriente Próximo.

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