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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Libi-únez’

No puede haber casos más dispares que el Túnez de la ‘revolución de los jazmines’, y la Libia de la refriega civil

El “primero de la clase” —Túnez— como lo calificó en estas páginas Lluís Bassets, y no necesariamente el último —Libia—, pero sí uno de los casos más enrevesados, acaban de dar un gran paso hacia el futuro. En Túnez se votó el domingo con disciplina ejemplar a la Constituyente que ha de decidir qué quiere ser el país, gobernación islamista incluida; en Libia, la victoria de los sublevados pone fin a un prólogo político, aunque la ejecución sumaria del coronel Gadafi no sea buen augurio. No puede haber, sin embargo, casos más dispares que el Túnez de la revolución de los jazmines, que está al principio del fin, y la Libia de la refriega civil bajo las alas de la OTAN, al fin del principio.

Túnez ha ido forjando una identidad nacional desde el beylicato que gobernó el país bajo el Imperio Otomano hasta la ocupación francesa a fin del siglo XIX; es una nación moderna de alta cohesión social y una clase media educada, a la que Habib Burguiba, el menos islámico de todos los padres árabes de la patria, hizo tan laica como fuera verosímil en los años cincuenta. Así, prohibió la poligamia y en su mausoleo se lee: “Libertador de la mujer”. En contraste, Libia está dividida en más de 140 tribus de las que unas 20 tienen auténtica influencia; en el tiempo otomano apenas era un nido de corsarios que hostigaban el tráfico marítimo internacional —en un conocido himno militar norteamericano, se habla de las “arenas de Trípoli” por una acción punitiva desarrollada en el siglo XIX contra piratas berberiscos—; la provincia oriental o Cirenaica, con capital en Bengasi, se ha sentido siempre ajena a la parte occidental o Tripolitania, y en la primera arraigó un credo islámico rigorista, el de la cofradía de los Senussi, de la que un descendiente fue el primer rey del país, Idris I, coronado a la independencia en 1951, y depuesto por Gadafi en 1969.

Si Ben Ali mantenía la carcasa de instituciones de corte occidental, partidos, Parlamento, elecciones, en la última de las cuales —2009— tuvo la desfachatez de asignarse la victoria con 99,9% de sufragios, el líder libio lo había abolido todo, hasta el Gobierno, que sustituyó por un comité, en la cúspide de una pirámide de otros comités populares que hacían supuestamente superflua la existencia del Estado.

Túnez era una economía liberal aunque mafiosa, mientras que en Libia, Gadafi, que, especialmente tras la publicación en 1976 de su Libro Verde, daba serias pruebas de inestabilidad mental, lo había nacionalizado todo en nombre de la llamada yamahiriya o estado de las masas. Las dos economías se asimilaban, sin embargo, a la hora de la corrupción, y sobre todo en el dominio de sendas familiocracias: la de los Ben Ali Trabelsi (apellido de su segunda mujer) y la gadafiada. Y si la dictadura tunecina había jugado alternativamente a reprimir el islamismo y tratar de negociar con él, el libio había tratado de sustituirlo con su propia versión de la vía coránica. Hoy, el partido más importante de Túnez es En Nahda (Renacimiento), islamista, que debería estar en condiciones de formar Gobierno, y en Libia es difícil adivinar otro fermento de unión —aparte del soborno-subsidio petrolero— que el senusismo.

Las apariencias en la formación de sus respectivos aparatos militares son engañosas. Ni uno ni otro dictador querían un Ejército poderoso que les inquietara, razón por la cual la milicia tunecina se limitó a no reprimir la protesta popular, sin visibles aspiraciones de dominación política; pero Gadafi había trufado Libia de milicias paralelas, entre ellas una guardia personal de 15.000 hombres, de los que una parte ha luchado a su lado hasta el fin. Los dos dictadores han acabado como corresponde a sus diferentes personalidades. El tunecino subiendo a un avión para el exilio, porque ni él se había creído lo del 99,9%, y el coronel libio, estupefacto de que parte de su pueblo se le sublevara, como el gran líder nacional que estaba convencido de ser.

Pero en ningún caso está garantizado nada. El pueblo tunecino no ha experimentado jamás la vida en democracia, aunque cuando menos tiene el mérito de existir como nación, en tanto que una Libia unificada está aún por inventar. La revolución de los jazmines tiene, por añadidura, la virtud de ser profeta lejos de su tierra. El Gobierno chino ha prohibido la importación de semejante flor, por si le da a alguien ideas (La lección tunecina, Sami Naïr).

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