¿Bombardear Irán?
El columnista de 'The New York Times' sostiene que un ataque a Irán uniría al pueblo con los mulas y redoblaría los esfuerzos del régimen por dotarse de armas nucleares
Muy bien, señor presidente, le propongo este plan. En algún momento de los próximos meses, usted ordena al Departamento de Defensa que destruya la capacidad nuclear de Irán. Sí, ya sé que es año electoral, y algunos dirán que esta es una medida cínica por su parte, una forma de agrupar a todos en torno a la bandera, pero un Irán nuclear es un problema que no puede esperar.
Nuestro ataque preventivo, denominado operación Yes We Can, incluirá bombardear la planta de conversión de óxido de uranio de Isfahán, las instalaciones de enriquecimiento de uranio en Natanz y Fordo, el reactor de agua pesada en Arak y varias plantas de fabricación de centrifugadoras cerca de Natanz y Teherán. La planta de Natanz está enterrada bajo 10 metros de hormigón reforzado y rodeada de defensas antiaéreas, pero nuestro nuevo destructor de búnqueres, el Penetrador de Artillería Pesada, con sus 15.000 kilos de peso, convertirá el sitio en un montón de escombros. Fordo es más complicado, construido en la ladera de una montaña, pero, con un número suficiente de ataques, podemos sacudir las centrifugadoras.¿Cómo dice? ¿Eso es todo? Que sepamos, sí.
¿Bajas civiles? No muchas, señor, dada la extraordinaria precisión de nuestros misiles dirigidos. Irán seguramente intentará granjearse las simpatías de todos mostrando cadáveres y viudas desconsoladas, pero la mayoría de las víctimas serán militares, ingenieros, científicos y técnicos que trabajan en esas instalaciones. En otras palabras, se lo tendrían bien merecido.
Los críticos dirán que estos ataques quirúrgicos podrían muy bien desencadenar una guerra regional. Le dirán que la Guardia Revolucionaria –un grupo de gente poco previsible— responderá contra objetivos de Estados Unidos y sus aliados, en ataques directos o a través de terroristas. Y el régimen podría cerrar verdaderamente la crucial ruta de transporte de petróleo a través del estrecho de Ormuz. No se preocupe, señor presidente. Podemos hacer muchas cosas para mitigar esas amenazas. Para empezar, podemos asegurar al régimen iraní que solo queremos acabar con sus armas nucleares, no derrocar el Gobierno, y, como es natural, nos creerán, si sabemos cómo transmitir el mensaje a un país con el que no tenemos relaciones formales. ¿Quizá podemos colgarlo en Facebook?
Desde luego, podríamos dejar que sean los israelíes los que bombardeen. Cada día tienen más nervioso el dedo de darle al gatillo. Pero es probable que no puedan hacer el trabajo hasta el final sin nosotros, y acabaríamos teniendo que intervenir después de todas formas. Así que, ya puestos, por qué no hacerlo bien y hacer que se nos reconozca. De verdad, señor, ¿qué problema habría?
La situación descrita más arriba está extraída de un artículo de Matthew Kroenig en el último número de Foreign Affairs. (Los detalles son de Kroenig; la actitud sarcástica es mía.) Kroenig, un profesor que pasó un año como asesor en el Departamento de Defensa de Obama, aspira, al parecer, a ser un doctor Strangelove, un superhalcón como los que en décadas anteriores fueron John Bolton y Richard Perle, entre otros. Sus antiguos colegas de Defensa se quedaron horrorizados por el artículo, que presenta la perspectiva más alarmista posible de la amenaza nuclear iraní y, al mismo tiempo, la más optimista sobre la capacidad de Estados unidos de resolver las cosas. (¿Les recuerda a alguna otra guerra preventiva en un país que también empezaba por I?)
Este panorama representa una de las posturas en el debate de política exterior del que más se está abusando en este año de elecciones en Estados Unidos. La postura contraria, que también es una posibilidad horrible, es la perspectiva de vivir con un Irán nuclear. En ese caso, el miedo de la mayoría de los expertos estadounidenses no es que Irán tome la decisión de reducir Israel a cenizas (Mahmud Ahmadineyad hace muy bien de loco perverso, pero Irán no quiere suicidarse). Los peligros más realistas, y con eso ya hay más que suficiente, son que una guerra convencional en una región tan propensa a los conflictos pudiera derivar en un apocalipsis, o que Irán ampliara su paraguas nuclear hasta proteger a representantes tan peligrosos como Hezbolá, o que los vecinos árabes se sintieran obligados a entrar en la carrera de armamento nuclear.
Por ahora, la política estadounidense vive entre estos dos extremos de atacar y aceptar, en el terreno de los cálculos inciertos y las opciones imperfectas. Si quieren utilizar un dilema envenenado como vara para medir al próximo presidente, aquí tienen la oportunidad.
En el campo republicano tenemos a un candidato (Rick Santorum) que es el más próximo al extremo de bombardear, y cuanto antes mejor, otro (Ron Paul) que está en el extremo de dejar a Irán en paz, y a Mitt Romney y Newt Gingrich que están en medio. Especialmente interesante resulta Romney, que ha llevado a cabo a propósito de Irán el mismo truco retórico que practicó respecto a la sanidad. Es decir, condena a Obama por hacer más o menos lo mismo que él haría.
Aunque existen muchas cosas borrosas sobre la teocracia de iraní, los especialistas, tanto de dentro como de fuera del Gobierno, están bastante de acuerdo en unas cuantas hipótesis.
En primer lugar, por muchas veces que lo niegue, el régimen iraní está decidido a obtener armas nucleares o, al menos, la capacidad para fabricarlas con rapidez en caso de una amenaza exterior. Consideran que tener la opción nuclear es una cuestión de orgullo persa y supervivencia nacional frente a los enemigos (es decir, Estados Unidos), que, según los iraníes, están empeñados en derrocar el Estado islámico. El programa nuclear es popular en el país, incluso entre muchas de las figuras de oposición más admiradas en Occidente. La situación real del programa no está clara, pero los cálculos de dominio público más fiables son que, si el ayatolá Alí Jamenei ordenase acelerar el proyecto –cosa que no parece haber hecho hasta ahora--, podrían tener un arma en las manos en el plazo aproximado de un año.
La política de Estados Unidos ha sido la misma durante los mandatos de Bush y Obama: (1) la declaración de que un Irán nuclear es “inaceptable”; (2) una mezcla de palos (sanciones) y zanahorias (suministro de combustible nuclear adecuado para las necesidades industriales a cambio de que se olviden de las armas); (3) inspecciones internacionales no restringidas; (4) la negativa a descartar por completo las opciones militares; (5) un esfuerzo concertado para contener a Israel e impedir que emprenda un ataque unilateral contra Irán, más allá de la supuesta campaña para entorpecer los avances iraníes a base de sabotajes y asesinatos; y (6) el deseo de que el núcleo duro iraní sea sustituido por un régimen más benigno, matizado por el hecho de que sabemos que se puede hacer poca cosa para ayudar a que eso ocurra. Estos puntos forman también el guión fundamental de la postura de Romney respecto a Irán, por más que vocifere y llame apaciguador a Obama.
En la práctica, la estrategia de Obama promete ser más dura que la de Bush. Como Obama empezó con una oferta de negociaciones directas –que los iraníes no hicieron más en despreciar--, la opinión pública mundial se inclinó en nuestro favor. Ahora quizá contamos con apoyos suficientes para poner en práctica la única medida que les haría verdadero daño, un boicot al crudo iraní. El Gobierno estadounidense y los europeos, con la ayuda de Arabia Saudí, están trabajando para convencer a grandes clientes del petróleo iraní, como Japón y Corea del Sur, para que cambien de proveedores. Los iraníes se toman esta amenaza a su sustento económico en serio, y prueba de ello es que quienes siguen el tema ya no desprecian la posibilidad de un enfrentamiento naval en el estrecho de Ormuz. No es imposible que tengamos una guerra con Irán incluso sin haber bombardeado sus instalaciones nucleares.
Pero ese no es el único inconveniente de la estrategia actual –llamémosla la estrategia de Obamney—respecto a Irán.
El objetivo de imponer unas duras sanciones, por supuesto, es obligar a los iraníes a sentarse a negociar, para que podamos llegar a un acuerdo que elimine el espectro de un Irán nuclearizado. (Pueden ver algunas ideas sobre cómo podría ser dicho acuerdo en mi blog.) Pero la desconfianza está tan arraigada y las presiones para actuar con viril decisión son tan intensas en un año electoral, que es difícil pensar que el Gobierno vaya a poder sentirse libre de aceptar ninguna apertura por parte de Teherán. Los guerreros de salón presentarían cualquier cosa que no fuera una concesión unilateral y humillante por parte de los iraníes como una derrota de Obama. Por otra parte, si Israel decide atacar por su cuenta, Bibi Netanyahu sabe que el candidato Obama sufrirá enormes presiones para ayudarle.
Esta paradoja inmediata viene envuelta en otra a largo plazo: un ataque contra Irán uniría casi con seguridad al pueblo al lado de los mulás y haría que el líder supremo redoblara sus esfuerzos nucleares, solo que esta vez más a escondidas y sin inspectores internacionales. En el Pentágono, a veces, lo expresan así: bombardear Irán es la mejor forma de garantizar exactamente lo que estamos tratando de evitar.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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