¿Ingresaría la UE en la UE?
Europa se queda corta si solo castiga a Hungría sin entrar en su propia pérdida de calidad democrática
Ya no hay lecheros en la Europa de hoy que alguien pueda confundir con la policía cuando alguien llama a la puerta de madrugada. Sigue cumpliéndose todavía una de las más bellas definiciones políticas de Europa: el territorio donde no hay pena de muerte. Y sin embargo, no son estas las mejores horas para la democracia europea.
Nunca lo son los tiempos de crisis económica, cuando se encogen los salarios, familias enteras se quedan sin ingresos por trabajo, se pierden o limitan derechos sociales, la pobreza y la incertidumbre se cierne sobre una fracción creciente de la población y para postre, resurgen viejas rivalidades y pruritos nacionalistas a cuenta de quien asume las facturas para enjugar los déficits públicos y los efectos de la burbujas inmobiliarias o financieras.
Las consecuencias políticas e ideológicas de la crisis se notan con distinta intensidad en todos los países y desde hace ya bastantes meses. Tiempos como estos son propicios para que se apoderen de las agendas parlamentarias las fuerzas más extremistas y derechistas. Los más menesterosos son los primeros en sufrir y caer en las celadas que les tiende el populismo. Es muy fácil la denuncia de la xenofobia y el racismo con un puesto de trabajo y pensión asegurados, vivienda sin hipoteca en unos barrios altos bien equipados y vigilados y una conciencia óptima, más que buena, instalada en una ideología respetable, convencional y conveniente. Este no es el mundo real cuando uno de cada cuatro demandantes de trabajo no lo tiene, dos de cada cinco jóvenes se halla en el paro, y centenares de miles de pensionistas y personas asistidas ven disminuir sus ingresos a la porción congrua.
De ahí el naufragio socialdemócrata, la marea conservadora que inunda Europa y la pegada que tiene el populismo derechista, incorporado incluso a distintos gobiernos o mayorías parlamentarias, a cambio de concesiones a sus idearios chovinistas y de exclusión. La libertad de circulación de personas ha recibido varios reveses durante el pasado año a cuenta de las migraciones incontroladas desde el norte de África. Dinamarca recuperó durante unos meses las viejas restricciones a la libre circulación de personas dentro de la UE. Una norma comunitaria, la llamada directiva de la vergüenza, de 2008, sintetiza esta deriva peligrosa en la que estamos metidos todos los europeos, puesto que autoriza el internamiento sin juicio hasta 18 meses de los inmigrantes sin papeles y la expulsión de menores a terceros países. Basta con recordar como consecuencia el lamentable estado en que se encuentran los centros de internamiento de extranjeros en distintos países, España entre otros, cuya clausura han pedido decenas de asociaciones de derechos humanos.
Una parte de estos desastres se los procuró la propia UE mucho antes de esta crisis con el método elegido para ampliar el club europeo, que pasó de 15 a 25 miembros en 2004, a 27 en 2007 y será ya de 28 este 2012, cuando entre Croacia, uno de los países que ahora hace veinte años se hallaba en guerra en los Balcanes. Tienen razón quienes persisten en valorar aquella ampliación como una de las mejores proezas de la UE, convertida en fábrica de estabilidad, prosperidad y democracia. Pero a ocho años de la macroampliación, cuando empieza a fallar la prosperidad, está sobradamente comprobado que la UE no siempre ha sabido ni podido absorber la incorporación de cada uno de estos países, algunos con escasa vocación europea y otros con problemas de minorías irresueltos, por no hablar de los nacionalismos étnicos, que en algunos de ellos campan todavía a sus anchas. Los efectos de una ampliación defectuosa confluyen ahora con la aparición de averías democráticas entre los socios más veteranos, de forma que el conjunto de la UE se aleja de la idea misma de Europa, moldeada en sus 50 años de historia.
Hungría concentra todos estos males, ahora compartidos en grado menor por casi todos los otros socios, gracias a la mayoría absoluta con la que ha reformado la Constitución y al peso de una extrema derecha antisemita y antieuropea propia de los años treinta. A menos que lo impida la Comisión Europea, Viktor Orbán consolidará un régimen de casi dictadura parlamentaria, que expande los poderes del Ejecutivo, erosiona la división de poderes, limita la independencia judicial, reduce el pluralismo, amordaza a los disidentes, margina a las minorías, reduce la libertad religiosa e impone una visión uniforme, nacionalista y excluyente.
Pero se quedarán cortas las instituciones europeas si limitan su castigo a Hungría por atentar contra la independencia del poder judicial y del Banco Central y por politizar la agencia nacional de datos, sin abordar el problema paneuropeo de una democracia con flojera, que pierde calidad por todas partes. Y es verdad, nadie puede confundir al lechero con la policía de madrugada. Por el momento.
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