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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El daño que dejó la guerra de Irak

Tras 10 años de conflicto y más de 100.000 bajas, Estados Unidos ha de replantearse su estrategia global en Oriente Próximo. Si quiere mantener su liderazgo en el mundo debe afianzar el ‘poder blando’ de su diplomacia

Shlomo Ben Ami

La imagen de un soldado plegando la bandera estadounidense en Irak, en medio del derrumbe de la seguridad pública y de una grave crisis en el frágil orden político del país, cierra un capítulo trágico en la historia de Estados Unidos y señala el desenlace de uno de los ejemplos más evidentes de ese exceso imperial que el exsenador William Fulbright llamó “arrogancia del poder”.

Desmembrado como está por rivalidades religiosas y étnicas, Irak no está en condiciones de cumplir su papel en la quimera estadounidense de erigir ante Irán un muro de contención árabe. A menos que el duelo que este último país mantiene con Occidente por su programa nuclear concluya con un Irán definitivamente doblegado, la hipótesis más probable es que Irak, dominado por los chiíes, se acercará a la órbita estratégica de Irán, en vez de volverse partícipe de los planes estadounidenses para la región.

Tras 10 años de guerra, más de 100.000 bajas (en su mayoría, iraquíes) y un coste astronómico que asciende a casi un billón de dólares, Estados Unidos deja un Irak que no es ni más seguro ni especialmente democrático. Pero sí es uno de los países peor ubicados en las evaluaciones de corrupción (175º en una lista de 178 países elaborada por Transparency International). La guerra que supuestamente iba a ser uno de los pilares principales del intento de reestructurar Oriente Próximo bajo la guía de Estados Unidos terminó señalando la decadencia de su influencia en la región.

Aunque Estados Unidos consumió sus recursos y energías en Oriente Próximo, los resultados obtenidos son desalentadoramente magros.

Bagdad no puede cumplir el papel de erigir ante Teherán un muro de contención árabe

Turquía, con su “peligroso ministro de Asuntos Exteriores” (como retrató a Ahmet Davutoglu un cable estadounidense publicado por Wikileaks), ha comenzado a definir sus políticas para la región en formas que a menudo chocan con los planes de Estados Unidos. Israel rechazó de plano las iniciativas de paz del presidente estadounidense, Barack Obama, y hasta rehusó extender durante apenas tres meses la congelación de la construcción de asentamientos (a pesar de una generosa oferta de compensación estratégica). El presidente palestino, Mahmud Abbas, hizo caso omiso de la amenaza de Estados Unidos de cortar sus ayudas si Palestina insiste en pedir el reconocimiento como miembro de Naciones Unidas. Y los líderes árabes ridiculizan la confianza de Obama en que las negociaciones servirán para poner fin a las ambiciones nucleares iraníes.

El “despertar árabe” tiene que ver con la búsqueda de un cambio democrático desde dentro; por consiguiente, supone un rechazo tanto de la complicidad estadounidense con los autócratas locales como del paradigma americano (que quedó tan de manifiesto en Irak) de importar “democracia” en las alas de los F-16.

Rusia protege a Siria e Irán porque cree que la posición de EE UU ha quedado disminuida

El futuro sigue sumido en las sombras; pero suponer que será posible reprimir las demandas árabes de Gobiernos justos y dignidad civil, como quien metiera otra vez al genio en la botella, no es más que una fantasía interesada de autócratas incorregibles (y de algunos occidentales). Las políticas de los Gobiernos árabes comenzarán a ser un reflejo más fiel de los deseos de sus pueblos, incluso cuando estén representados, como ahora, por mayorías islamistas. Estados Unidos aprendió del peor modo posible que puede convivir con islamistas; al fin y al cabo, deja en Bagdad un Gobierno chií con sólidos lazos con Irán y en Afganistán tuvo que involucrar a los talibanes como último recurso estratégico para salirse de una guerra que no puede ganar. Ahora los interlocutores de Occidente son la Hermandad Musulmana y los salafistas en Egipto, el Partido del Renacimiento (Al Nahda/Ennahda) en Túnez y el Partido de la Justicia y el Desarrollo en Marruecos.

Pero un ejemplo especialmente alarmante de disonancia cognitiva lo encontramos en la diplomacia de Israel, que insiste en descartar a Hamás como interlocutor y al mismo tiempo procura congraciarse con la mayoría islamista democrática en Egipto.

Estados Unidos ve el desarrollo de este drama árabe como espectador: no domina la política de la región ni es realmente quien la dirige. Tanto la integridad territorial iraquí como el resultado final de la revolución egipcia están en duda. El poder saudí, sumado al consentimiento tácito de Estados Unidos, bastó para aplastar la agitación por la democracia en el Golfo, pero las dinastías de la región no deberían dar por sentado que podrán evitar siempre del juicio de la historia.

Entretanto, la debilidad de Estados Unidos ha abierto la puerta a Rusia para que aplique otra vez en la región prácticas de la guerra fría. La protección de la diplomacia rusa al régimen brutal de Siria contra la ira de la comunidad internacional y a Irán contra el intento de Occidente de coartar su economía, se origina en la convicción, por parte de los rusos, de que 10 años de guerras costosas y sin resultados dejaron seriamente disminuida la posición de Estados Unidos en el mundo.

El desafío del Kremlin a Estados Unidos se extiende también a la región del suroeste de Asia. Por ejemplo, el embajador de Rusia ante la OTAN, Dmitri Rogozin, amenazó hace poco con cortar la línea de suministro estadounidense a Afganistán.

En síntesis, Estados Unidos debería reflexionar y replantearse su estrategia global. La herencia de las guerras de Irak y Afganistán (como la guerra de Vietnam antes) tiene que enseñar a Estados Unidos la prudencia en el uso del poder militar. También debería servir como advertencia de la necesidad de prestar más atención a la legitimidad internacional y a las alianzas multilaterales al hacer frente a regímenes hostiles.

En un nivel más básico, ahora Estados Unidos deberá moderar su fijación excesiva en Oriente Próximo y desplazar su atención a otras regiones vitales para sus intereses nacionales. Esto debería llevar a una sana competencia económica con la emergente China, junto con la protección de los intereses estadounidenses en la Cuenca del Pacífico que se encuentran amenazados por la extensión de la influencia china. Tal vez también implique involucrar a Rusia, con la esperanza de que su emergente sociedad civil produzca un régimen más auténticamente democrático, uno que quizá esté listo para superar los traumas de la guerra fría y acudir al llamamiento de una cooperación más estrecha con Occidente.

Al mismo tiempo, la actitud displicente que se percibe en Estados Unidos en relación con Europa es infundada y contraproducente. La proyección global de los valores e intereses occidentales exige más que nunca anudar lazos firmes con una revitalizada Unión Europea.

Un aislacionismo estéril iría en contra de la idea que Estados Unidos tiene de sí misma como una nación imbuida de una misión global. Pero la amarga herencia de sus dos guerras recientes exige prestar atención a la necesidad de encarar algunas enmiendas internas. Mejorar el poder blando de Estados Unidos, proteger su supremacía inigualada como centro de innovación, actualizar su declinante infraestructura y su flaqueante sistema educativo y librarse de la adicción al crédito extranjero tal vez ayuden a asegurar el liderazgo internacional de Estados Unidos mejor que la más exitosa de las guerras.

Shlomo Ben Ami, exministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor del libro Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí.

© Project Syndicate, 2012.

Traducción de Esteban Flamini.

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