La primavera árabe abate su tercera ficha
El sirio El Asad tiene ahora muchas papeletas para ser la cuarta
La primavera árabe acaba de derribar su tercera ficha de dominó. En enero, el tunecino Ben Ali huyó a Arabia Saudí con las maletas llenas; en febrero, el egipcio Mubarak fue detenido por sus soldados y ahora está siendo juzgado; ayer, el libio Gadafi, fiel hasta el final a su personaje, fue abatido en su feudo natal de Sirte. ¿Quién dijo que la primavera árabe estaba acabada? En menos de un año ha derrocado a tres tiranos del norte de África, ha colocado al sirio El Asad y al yemení Saleh en la posición de fieras acorraladas y ha impulsado reformas democráticas en Marruecos. Impresionante.
Ya sabemos que a Túnez, Egipto y, aún más, Libia les queda una ingente tarea. No les va a resultar nada fácil construir Estados con derechos y libertades aceptables, progresar en temas como la igualdad de las mujeres, la protección de las minorías o la neutralidad del Estado en materia religiosa, integrar a los islamistas en la democracia, poner coto a la corrupción y establecer unos mínimos de justicia social. Y eso en un contexto económico regional y global muy negativo. El vaso no está lleno, por supuesto. Pero si se piensa que, hace menos de un año, estaba completamente vacío -al menos para los demócratas, tal vez no para los partidarios de la realpolitik y los negocios petroleros-, hay sólidas razones para el alborozo.
Las caídas de Ben Ali y Mubarak confirmaron a Gadafi en su idea de que el mejor modo de seguir en el poder era usar la máxima brutalidad. Respondió, pues, con sangre y fuego al comienzo de la rebelión libia, en febrero. Afortunadamente, cuando los rebeldes de Bengasi estaban a punto de ser masacrados, la comunidad internacional, liderada por París y Londres, supo reaccionar. Lo que estaba en juego no era solo el porvenir de Libia, sino el de toda la primavera árabe. Si Gadafi hubiera triunfado, el viento del combate por la libertad y la dignidad en el mundo árabe podrían haberse extinguido. La intervención internacional en Libia es un éxito al lado de la ilegal, contraproducente y desastrosa invasión de Irak.
Los triunfantes rebeldes libios van a tener que superar las contradicciones de todo tipo -ideológicas, políticas, personales, locales, tribales, de visión del papel de la religión en el Estado...- existentes en su seno. De lo que se trata es, ni más ni menos, que de construir desde prácticamente cero un país y convertirlo, además, en una democracia presentable. Libia tiene una identidad nacional reciente y escasa; a su lado, Marruecos, Túnez y Egipto son naciones viejas y relativamente cohesionadas.
Y a la primavera árabe también le queda un largo, retorcido y doloroso recorrido. Normal: lo iniciado en el norte de África y Oriente Próximo en 2011 es un nuevo ciclo histórico, algo que durará años, que tendrá avances, pausas y retrocesos, que conocerá victorias y derrotas. Porque no es la existencia de líderes y vanguardias leninistas lo que caracteriza a las revoluciones, sino la encarnación de ideas transformadoras en combativos movimientos populares. Ayer, la lucha de los árabes por su condición de ciudadanos se cobró su tercera pieza de caza mayor. El sirio El Asad tiene ahora muchas papeletas para ser la cuarta.
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