Siria, la pieza clave para la paz en la región
A juzgar por su valor de balance, Siria es un país escasamente relevante: ni grande ni pequeño (18 millones de habitantes), con una industria anticuada y una renta per cápita inferior a la de Egipto, Túnez o Jordania, con unas magras reservas de petróleo que se agotarán en unas décadas y un Ejército que solo da la talla cuando se trata de intervenir en el diminuto Líbano.
Pero la historia, la geografía y la astucia de la familia El Asad han hecho de Siria uno de los actores principales de Oriente Próximo. Henry Kissinger, el secretario de Estado de Richard Nixon, dijo hace más de 30 años que en la región más conflictiva del mundo no se podía hacer la guerra sin Egipto ni la paz sin Siria. La segunda parte de la afirmación sigue siendo cierta. Siria funciona, en cierta forma, como regulador de la violencia regional.
Aunque es pequeña, Siria se siente grande. Cuando se rompió el Imperio Otomano, a principios del siglo XX, se daba por supuesto que Siria, sede del antiguo Califato, acabaría incluyendo su actual territorio más los actuales Israel, Jordania, Líbano y Gaza. Ese era el territorio natural de la Gran Siria.
La amputación de su franja costera para crear Líbano, una idea francesa con la que se ofreció a la minoría cristiana un país donde pudiera ser mayoría, aún duele. La realpolitik de los El Asad, sin embargo, ha logrado convertir Líbano en la más directa proyección de su poder regional. El Gobierno de Damasco se ha especializado en arbitrar las guerras sectarias libanesas, sin hacer ascos a ninguna alianza.
Siria empezó armando a las milicias palestinas refugiadas en Líbano tras la guerra de los Seis Días, en 1967. Cuando los palestinos se hicieron demasiado fuertes y pusieron en peligro el precario equilibrio religioso del país, estalló una larga guerra civil (1975) que constituyó un maná para los El Asad. El Ejército sirio entró en Líbano en 1976 para ayudar a los cristianos a frenar a los palestinos. Cuando en 1982 Israel invadió el país con el proyecto de establecer una duradera hegemonía cristiana, Siria logró quedarse sin rozar demasiado con los israelíes. En 1990, los sirios pacificaron Beirut y en 1991 firmaron con el Gobierno libanés un tratado que formalizó su presencia en el país. A estas alturas, Siria seguía sin reconocer oficialmente la existencia de Líbano, considerado parte de su territorio. No hubo intercambio de embajadores hasta 2008.
Entretanto, la resistencia libanesa contra Israel había cuajado en una organización chií, financiada por Irán, llamada Hezbolá o Partido de Dios. Siria es un país de mayoría suní, pero los El Asad y la élite del régimen pertenecen a la secta alauí, una rama del chiísmo, lo que facilitó unas relaciones fraternas con Hezbolá.
Algo parecido, a mayor escala, sucedió con el Irán posterior a la revolución islámica de 1979. El líder de esa revolución, ayatolá Ruholá Jomeini, guía supremo del chiísmo mundial, concedió un reconocimiento formal al alauísmo de los Al Asad, lo que forjó una alianza que dura hasta hoy. Con Hezbolá convertido en el poder dominante en Líbano y en una de las fuerzas armadas más potentes de la región, Teherán y Damasco disponen de un intermediario muy eficiente para mantener la resistencia contra Israel sin comprometerse de forma directa.
El otro gran recurso sirio es Hamás, el partido islamista palestino que nació (1987) alentado por los israelíes, deseosos de debilitar a la OLP laica de Yasir Arafat, y en unos años se convirtió en el mayor tormento del sionismo. Hamás es suní, pero eso no importa demasiado porque los El Asad saben ser alauíes, laicos o indiferentes según convenga, y tiene su sede central en Damasco. La victoria de Hamás en las primeras y hasta la fecha únicas elecciones palestinas (2006) y la posterior guerra civil entre el partido islamista y la OLP, que convirtió a Hamás en gobernante único de Gaza, reforzaron su utilidad como tentáculo sirio.
Los El Asad han tejido durante décadas una telaraña diplomática muy elástica. Su patrocinio de Hezbolá y Hamás, organizaciones consideradas terroristas por Estados Unidos, dificulta la relación con Washington, lo que no impide colaboraciones puntuales como la desarrollada en la guerra contra Al Qaida tras los atentados de 2001. Y duros enfrentamientos, como el registrado a raíz de la invasión estadounidense de Irak en 2003. Estados Unidos acaba de restablecer relaciones diplomáticas con Siria, consciente del viejo aforismo de Kissinger: sin Siria no hay paz posible.
Algo parecido ocurre con Israel. Los El Asad se declaran feroces enemigos del sionismo, pero se declaran dispuestos a firmar la paz con todo lo que ello exija (ruptura con Irán, Hezbolá y Hamás) en cuanto Siria recupere el Golán, la estratégica región montañosa que los israelíes le arrebataron en 1967 y ocupan desde entonces. La diplomacia siria es fría. En 2007, los israelíes bombardearon una instalación en la zona oriental del territorio sirio, supuestamente destinada a crear armas nucleares. El Gobierno de Damasco tragó y calló. Además de ser conscientes de su debilidad militar frente a Israel, los El Asad no tienen amigos ni enemigos, sólo intereses. Su objetivo consiste en recuperar el Golán. Lo demás resulta accesorio.
El Gobierno israelí sueña estos días con una caída de los El Asad y una ruptura del eje Teherán-Damasco-Beirut. Pero en sus momentos de lucidez teme que una hipotética desaparición de los El Asad, con los que siempre ha podido negociar y que siempre han trabajado para evitar conflagraciones que afectaran al conjunto de la región, haga de Oriente Próximo una zona aún más peligrosa.
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