La Europa suicida
Una vez más, Italia marca el camino. Lo ha hecho con frecuencia para lo mejor: el Renacimiento. También para lo peor: el fascismo. O lo de ahora: la virulenta expulsión de la comunidad inmigrante de Rosarno, en Calabria, después de unos enfrentamientos entre los locales y los jornaleros agrarios africanos. El rechazo del otro, la fobia del extraño y el racismo no son exclusiva de nadie: partidos protofascistas, iniciativas xenófobas y legislaciones represivas proliferan desde Vic hasta Copenhague. Pero el vanguardismo italiano, facilitado por la mezcla de la fría política de los negocios con las ideologías calientes de la exclusión, ha dado una de las legislaciones más severas contra los inmigrantes de toda Europa y la mayor desprotección posible del Estado hacia los extranjeros.
Precisamente donde peor suelen ir las cosas es allí donde el Estado se retira, dejando un vacío que sólo llena la delincuencia. El contexto no es únicamente de rendición gubernamental en el mantenimiento del orden público y el imperio de la ley. Calabria tiene el récord de evasión fiscal y es a la vez una región subsidiada y carcomida por la corrupción. No es el caso de un Estado mínimo thatcheriano, sino de un Estado privatizado y confundido con el poder económico de Silvio Berlusconi, ocupado estos días, como durante toda su larga etapa en el poder, en sortear sus procesos judiciales y conseguir la inmunidad ante los jueces, mientras sus socios de la Liga del Norte se dedican a aplicar y difundir sus contundentes ideas acerca de la inmigración.
El mal estado de la economía y el incremento de las cifras del paro son más combustible sobre estas brasas ardientes, pero no deben llevar a confundirnos. El problema central con el que se enfrenta Europa es el de construir un modelo eficaz, respetuoso y civilizado de integración de sus inmigrantes, que permita absorber la mano de obra necesaria para mantener su riqueza, sus valores y formas de vida y sobre todo el Estado de bienestar. Éste es el reto que plantea un mundo cambiante, en el que las próximas cuatro décadas contemplarán cómo Europa se encoge de forma drástica respecto al resto del planeta, tanto en su demografía como en su producto interior bruto y no digamos ya en su capacidad de acción política, merced esta última a su ya proverbial indolencia.
Este mes China ya ha superado a Alemania como primer país exportador y a Estados Unidos como primer mercado automovilístico del mundo. Durante 2010 puede superar a Japón en cifras de PIB, convirtiéndose en la segunda economía mundial detrás sólo de EE UU. En las cuatro próximas décadas Europa perderá a espuertas peso, riqueza y poder no sólo en relación a China sino a Brasil e India. Según ha señalado Felipe González, en un adelanto de sus reflexiones sobre el futuro del continente, para mantenernos en la carrera, empezando por la interior de nuestras economías y nuestro modelo de sociedad, necesitaremos para 2050 nada menos que 70 millones de trabajadores inmigrantes nuevos.
Frente a estos cambios radicales, la reacción digamos que espontánea de la población europea es conservadora y defensiva: ante la pérdida de peso y centralidad, la pluralidad y la diferencia, atrincherémonos en nuestra identidad e ideología. La lista es larga: el referéndum suizo contra los minaretes, la prohibición francesa del velo en las escuelas, el discurso de Ratzinger en Ratisbona, el ascenso de partidos xenófobos, las modificaciones en las leyes de asilo e inmigración o la hostilidad francesa y alemana al ingreso de Turquía en la UE. Como resultado, la imagen de una Europa fortaleza, que expulsa y criminaliza a sus inmigrantes, está pegando fuerte, mucho más de lo que se percibe desde la propia Europa, en todo el resto del mundo.
Contrariamente a lo que dice el manual progresista al uso, el suicidio de Europa no es la aplicación de un proyecto de extrema derecha. O no sólo. La tierra donde crece son las tensiones y dificultades que sufren sobre todo los más desasistidos: en Calabria hay también una guerra entre pobres. Desde los suburbios franceses lepenizados hasta los parados calabreses que la 'Ndrangheta manipula, la base social más genuina del populismo y de las pestes negras del signo que sea son siempre los menos favorecidos. Luego está el abono que los hace crecer: ese Estado ausente, corrupto y privatizado. Y una lluvia fina mediática hecha de antiprogresismo, incorrección política y comunitarismo occidental disfrazado de universalismo. Al fin lo que tiramos por la borda son los valores genuinamente europeos, las ideas de la Ilustración que han sido hasta ahora la tracción de la modernidad occidental. Por este camino, primero perderemos el alma, pero después lo perderemos todo, Estado de bienestar incluido.
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