La guerra de fin de año
Humam Khaili Mohammed, médico jordano, conocido bloguer jihadista y agente contratado por los servicios secretos jordanos, consiguió alcanzar el 30 de diciembre el objetivo que se proponía: su controlador, un militar jordano, le condujo al cuartel general en Afganistán desde donde se localizaba los objetivos y se daba las órdenes de disparar desde drones (aviones no tripulados) los misiles contra los jefes de Al Qaeda escondidos en Pakistán. Una vez allí, reunido casi en asamblea con un numeroso grupo de agentes de la CIA, activó el explosivo y murió matando: cinco agentes, la jefe de la base y su controlador fallecieron con él, y seis agentes americanos más, el número dos de la base entre ellos, quedaron malheridos.
El balance político de esta acción no puede ser más devastador. Es uno de los mayores golpes sufridos por la agencia norteamericana en toda su historia. La concepción y el significado bélico de la acción son evidentes: se trata de la respuesta militar a una amenaza militar, en la que se ponen en juego una capacidad de análisis e información formidables. Frente a la tecnología bélica norteamericana, los jihadistas de Al Qaeda despliegan la asimetría de una acción suicida de gran osadía, probablemente estudiada perfectamente y planificada con tiempo y al detalle.
A diferencia del suicida jordano, que consiguió su objetivo, no pudo hacerlo afortunadamente el joven nigeriano Umar Farouk Abdulmutallab, que intentó explosionar una bomba pegada a su cuerpo en el vuelo de Northwest de Amsterdam a Detroit, el 25 de diciembre. Pero obtuvo una triple victoria para la causa del jihadismo. Primero, ha sembrado de nuevo la alarma sobre el transporte aéreo, obligando a revisar todos los sistemas de prevención y detección; segundo, ha demostrado la vulnerabilidad occidental, y específicamente norteamericana, ante cualquier ‘lobo solitario’ dispuesto a inmolarse en nombre de su locura islámica, con el correspondiente estímulo a la emulación por parte de los jihadistas del mundo entero; y tercero, ha dado alas en Estados Unidos a los partidarios de limitar las libertades de los ciudadanos y el Estado de derecho y de dar carta blanca a la policía y los militares en la lucha contra el terrorismo.
Tampoco alcanzó su objetivo otro ‘lobo solitario’, el somalí que atacó al dibujante danés Kurt Westergaard, autor de una de las famosas caricaturas de Mahona publicadas por el Jilland Posten en 2005. Es la tercera vez en que terroristas islámicos intentan asesinarle en represalias por sus dibujos, a los que consideran blasfemos, pero nunca nadie había tenido tan cerca al dibujante. También el somalí se ha apuntado un tanto: amedrentar ya es una forma de ganar, sobre todo si luego apenas hay reacción. A las restricciones impuestas por la seguridad se añadirán así las restricciones exigidas por la corrección política y por un falso respeto a las distintas religiones.
En pocos días, pues, desde Tora Bora o desde donde sea, se nos ha demostrado que hay alguien que sí nos tiene declarada la guerra abierta, que quiere obligarnos a recortar nuestras libertades y nos impele además a reprimir nuestros pensamientos y a expresarlos libremente. Cuestión muy distinta es saber si hay que responder a todo esto también como si fuera una guerra. Pero la naturaleza del desafío de este final trágico de 2009 no ofrece lugar a dudas.
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