También nos vamos de Afganistán
Quizás es el fin de una época. Quizás no volveremos a ver entusiasmos humanitarios como los que han rodeado a nuestros ejércitos en las dos últimas décadas. Alemania ha anunciado que quiere un plan con plazos y fechas de repliegue y retirada total de Afganistán. España ya se ha puesto a rebufo de la posición de Berlín. Las bombas que cayeron sobre Kunduz y produjeron decenas de muertos han desencadenado estos efectos. Primero fue la canciller Merkel quien anunció la pasada semana la celebración de una conferencia internacional para replantearse la intervención con un plan de trabajo a cinco años vista: ya todo el mundo entendió que era el límite para la continuación de los soldados en la fuerza de la ISAF al servicio de Naciones Unidas. Pero luego ha sido el vicecanciller y ministro de Exteriores Steinmeier el que ha elaborado un plan de trabajo en diez puntos, que incluye la decisión de una fecha, para conseguir que el ejército y la policía afganos se hagan cargo de la seguridad interior y exterior de su país y permitir así la salida de las tropas extranjeras.
La presencia alemana en Afganistán tiene el aval de cuatro partidos, que han participado de una forma u otra en las decisiones parlamentarias y gubernamentales que han conducido a 4.200 militares alemanes a combatir en el país asiático para ayudar sobre el papel a la reconstrucción civil y permitir la construcción de un sistema político democrático. La orientación alemana, en la que se combina la acción militar con la acción civil, incluida la justicia, la economía, la medicina o educación, era el modelo de intervención humanitaria europea hasta ahora. Pero este modelo, francamente molesto para cierta mentalidad militar anglosajona (norteamericana y británica en concreto) y abiertamente denigrado por buenista por el militarismo neocon, ha recibido un duro golpe hace dos semanas con el bombardeo de Kunduz por una fuerza aérea de la OTAN a las órdenes del mando militar alemán.
En esta ocasión fueron los alemanes los que bombardearon a civiles, en el más puro estilo de las actuaciones norteamericanas que ellos mismos habían criticado. Las bombas también cayeron sobre la campaña electoral con unos efectos letales específicos sobre las expectativas de voto de los partidos de Gobierno. La Izquierda, Die Linke, subió cuatro puntos de una tacada. Los dos grandes partidos coaligados se sintieron obligados a reaccionar y a hacerlo con un cortafuegos que cerrara el paso al crecimiento del partido actualmente más izquierdista de toda Europa, para impedir que la aritmética electoral le proporcione una fuerza desmesurada y le convierta en árbitro de las futuras coaliciones.
La intervención en Afganistán se suma a la factura de la crisis, otra cuestión en la que Die Linke tiene muchas posibilidades de minar el suelo bajo los pies de los socialdemócratas, a los que pueden succionar gran número de votos. La participación alemana en esta guerra afgana que no quiere reconocer su nombre se decidió en su día, como en España, por solidaridad atlántica con Estados Unidos y por vergüenza torera europea ante un mundo crecientemente peligroso. Pero las recientes elecciones han demostrado que no hay ni Estado ni democracia, sino mero tribalismo fragmentado. Al igual que la resurgencia de la guerrilla talibán, a veces caracterizada como bandidismo, también demuestra que poco tiene que ver todo esto con la lucha antiterrorista y mucho con una insurgencia hostil a la presencia de tropas extranjeras.
La retirada de Afganistán plantea en todo caso algunos serios problemas. En primer lugar, es dudoso que en los próximos cinco años se consiga que los afganos se hagan cargo de la seguridad entera de su propio país. Está claro que lo que quieren Merkel y Steinmeier es un plan de trabajo para que se consiga. Pero siendo un objetivo difícil, cuando no utópico, es fácil deducir que nos iremos igualmente aunque no se haya conseguido. Como ha sucedido en otras ocasiones, se intentará vestir el santo como se pueda.
La papeleta más difícil la tiene Obama, al que se le multiplican las dificultades. Si la salida de Irak ya se entiende como una rendición en ciertos círculos de la derecha norteamericana, podemos imaginar cómo estos mismos círculos interpretarán los planes de salida de Afganistán que están elaborando los europeos. Es evidente que hay que combatir el terrorismo de Al Qaeda y sus ramificaciones en todo el mundo, pero no es nada seguro que esto pase ahora por la guerra afgana.
Lo más difícil de toda guerra es terminarla y todavía más difícil es terminar una guerra cuando no se sabe cuál es el objetivo o si el objetivo que se ha fijado es el correcto. Entonces todo se convierte en el insalvable problema de salvar la cara aún a costa de que alguien la pierda. Y esto es lo que está sucediendo en la campaña electoral alemana. Quien puede perderla, también ahí, es Obama, la guerra y la cara claro.
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