"Con los juguetes chinos se compra sangre de presos"
Tras leer las páginas escritas con sencillez por Harry Wu pasará un tiempo antes de que usted pueda volver a disfrutar de un crujiente rollito de primavera en un restaurante chino. "Después de comer, vinieron dos reclusos de guardia a retirar el cadáver. Extendieron una jarapa de juncos de un metro ochenta en el costado del kang, colocaron el cuerpo encima, lo enrollaron como si fuera un rollito de primavera y se lo llevaron. Yo sabía que al día siguiente lo cargarían en el carro de bueyes, y que más tarde sería transportado, junto a los demás rollitos, hasta un lugar al que llamaban el 586". Ésa era la última estación de los cadáveres.
Apenas se sabía nada sobre los campos de detención creados en China tras la guerra de liberación, en 1949. Era un tema prohibido. Un secreto doloroso de recuerdos humillantes guardado celosamente por los supervivientes. Hasta que Harry Wu decidió romper ese silencio con el libro Vientos amargos. Memorias de mis años en el gulag chino, de próxima publicación en España por Libros del Asteroide. Él dice que es el testimonio de un hombre ya libre.
"En el mundo se conocen los campos de concentración nazis y el GULAG soviético, pero apenas se sabe nada sobre la articulada complejidad del sistema de campos de trabajos forzados que habían mantenido, y mantienen, encarcelados a millones de ciudadanos chinos en condiciones brutales y deshumanizadoras, y en la mayoría de los casos, sin sentencia ni juicio previo".
Habla Harry Wu, cuyo nombre en 1957 era Wu Hongda, y quien se creyó el reto lanzado por el presidente Mao de "dejad que cien flores florezcan y que cien escuelas de pensamiento discutan". Criticó con dureza la campaña política de 1955 contra los contrarrevolucionarios y fue acusado de "derechista", delito por el que pagó con 20 años de su vida en el laogai, los oscuros campos de trabajo chinos. "A la primavera temprana le siguió una repentina helada", dice Wu. No hay cifras. Pero hasta 37 millones de chinos, sostiene, podrían haber muerto dentro de los altos muros de los laogai.
Su peso se redujo a los 36 kilos. Comió ratas -un lujo, al fin y al cabo era carne-. Se defendió a golpes. Nunca tuvo la oportunidad de conocer el sexo, de hacerle el amor a su novia. Afortunadamente, perdió el miedo porque desgraciadamente perdió la esperanza. ¡No tuvo fuerzas para escapar porque ni siquiera sentía miedo! Llegó a la conclusión, cuando contaba veintipocos años, de que sus valores de humanidad y respeto carecían de sentido en un marco como el que él habitaba. "La vida humana carecía de valor", reflexiona. "En aquellos días de represión me acordé de la práctica tradicional de vendar los pies. Habíamos cambiado esa costumbre por el vendaje de las ideas". El encierro en solitario le libró del temor a sufrir. En una celda de cemento llegó al límite de su capacidad. Dice que después de conocer el abismo negro de la desesperación "no había nada" que le asustara.
Liberado en 1979, logró salir de China en 1985. Fue encarcelado con 23 años y salió libre con 42. "Llegué a San Francisco con 40 dólares en el bolsillo". Había conseguido un puesto de profesor de geología en la Universidad de Berkeley. Pero trabajaba en la tienda de donuts del campus para poder sobrevivir. Incluso a veces dormía allí. O en un banco. "¡Pero podía comer todos los donuts que quisiese!", dice ahora, ensayando una sonrisa. "Aunque después de aquello ya no fui capaz de comer ninguno más". "Nadie sabía de sus penurias. Aunque para él nada tenían que ver con su aislamiento anterior del mundo. "Era libre", confiesa hoy en la sede de la Fundación Laogai, en Washington, fundada por él en 1992.
Entre andamios, telas de los pintores tiradas por el suelo y pruebas de colores en las paredes, Wu recibe a EL PAÍS un mediodía de primavera. Y lanza una pregunta antes incluso de estrechar la mano: ¿dónde está España?, ¿no piensa hacer nada para parar este régimen sangriento? Aparenta los 71 años que tiene. Está ágil aunque luce una pequeña barriguita, quizá como venganza por tantos y tantos años de hambre. Pero cuando anda parece que arrastra siglos de dolor que le lastran el paso. Sonríe y se le ilumina la cara. Pero la mirada sigue apagada. Muerta.
Pregunta. ¿Qué es el laogai?
Respuesta. El laogai es muy común en China. Nadie habla de encarcelamiento. Se habla del laogai. Es el vasto sistema de reforma por el trabajo que existe en la República Popular China. Lo creó el Partido Comunista bajo la dirección de Mao Zedong, y servía entonces y sirve hoy como un instrumento de la dictadura para detener y encerrar tanto a los disidentes políticos como a los criminales. Lao significa trabajo; gai, reforma, lavado de cerebro.
P. ¿Cuál es la función política del laogai? ¿Y la económica?
R. Muy sencillo. Usar a los prisioneros como fuerza barata de trabajo, incluso gratuita, en manos del Partido Comunista y reformar a los reos a través del trabajo duro y el adoctrinamiento político. Desde el punto de vista económico, se explota a los prisioneros para financiar con divisas el régimen comunista. En 1991, el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley que prohibía las importaciones de productos cultivados en campos de trabajo forzado. Y los chinos dicen que no lo hacen, que los productos de los campos laogai no son para exportación. Pero en realidad, sí. Lo que pasa es que son exportados indirectamente. Las empresas de laogai son los productores, pero no los venden directamente al extranjero, sino a una compañía de comercio estatal, y ésta, a su vez, los venden en el extranjero. La gente debería ser consciente de que, cuando se compra un juguete made in China, en muchos casos se están comprando las lágrimas y la sangre de un preso.
P. ¿De cuántos presos hablamos?
R. Imposible saberlo. No hay cifras. Puede ser tan alta como diez millones o quizá sólo cinco. Hoy día rondará los tres o cuatro. Tampoco sabemos el número de muertos, por inanición, enfermedad, palizas o frío, pero no bajará de los 37 millones.
P. Entonces, ¿existe hoy el laogai?
R. Existe como sistema. ¡Claro que existe! [sube el tono de voz, indignado]. Lo único que sucedió es que, tras una comparecencia mía en el Congreso de Estados Unidos y unas declaraciones al diario The Washington Post en las que decía que me gustaría ver incluida esa palabra en el diccionario de Oxford, pues... en China se armó gran revuelo y decidieron seguir con el mismo método, pero lavándole la cara. De laogai pasaron a llamarse cárceles..., pero es la misma tragedia olvidada.
P. ¿Quién ocupa hoy ese tipo de cárceles?
R. Eso ha cambiado algo. En China, en los primeros 30 años de la Revolución, entre 1949 y 1979, la mayor parte de estos encarcelados fueron prisioneros políticos. En China dividieron a la gente en diferentes clases. La clase burguesa, la clase propietaria, la clase trabajadora y la clase campesina. Las campesinas y trabajadoras las calificaron como las clases revolucionarias. La burguesa y la propietaria, hicieran lo que hicieran, eran las enemigas de clase. Lo que sucedió es que muchas, muchísimas personas, sólo por pertenecer a una de esas dos clases, fueron enviadas a los campos. En los primeros 30 años, tal vez el 80% de los prisioneros estaba allí simplemente por su clasificación social. Ahora, en los campos de prisioneros las cifras se han invertido. El 80% son presos comunes, y el 20% restante, políticos. Pero quiero dejar algo bien claro. Ya seas un violador, un narcotraficante o un ladrón de bancos, y aunque nada tengas que ver con política, te siguen mandando al laogai y, previamente, tienes que renunciar a tus creencias políticas y religiosas. Tienes que reconocer que vives por y para el comunismo, ése es el objetivo.
P. ¿Cómo es posible que en China existan 13.000 trasplantes de órganos al año si no hay donaciones?
R. De nuevo la misma respuesta: laogai. El primer país del mundo en trasplantes de órganos es Estados Unidos (50.000, todos registrados); el segundo, China. De esos 13.000 trasplantes, el 95% procede de prisioneros ejecutados. Nuestra fundación estima que cada año existen entre 8.000 y 10.000 aniquilados en los campos de trabajo. La farsa llega tan lejos que la exposición conocida como Bodies, que exhibe las entrañas de los cuerpos humanos, se componía de cadáveres de ciudadanos chinos. La compañía americana que lo financió se llama Premier... Una de las exhibiciones fue en Rosslyn [afueras de Washington]. Yo la vi. Y comprobé que eran todos chinos jóvenes y varones. Quisimos preguntar al Gobierno chino: ¿quiénes son?, ¿quieres ver allí a tu hermano? Claro que no. Pero no hubo respuesta.
P. ¿No salva nada de los casi 60 años de República Popular China?
R. Sin derechos humanos no hay nada que salvar. China tiene una ley de control de la población. Eso es un tema de derechos humanos. Cada mujer en China, el 22% de la población mundial total, y no es ninguna broma el dato, no tiene importancia si está casada o soltera, pero tiene la obligación de pedir permiso al Gobierno si quiere tener hijos. Dar a luz es un derecho humano, pero el Gobierno lo impide. Además, sólo se permite tener un hijo o una hija. Ese hijo aprenderá lo que son hermanos y hermanas en el diccionario porque jamás los tendrá. Tampoco tendrá tíos o tías... Ésa es la realidad. En China no hay libertad. Ni de pensamiento, ni de reunión, ni de religión.
P. China se está preparando para un gran acontecimiento este verano: los Juegos Olímpicos. Pekín cree que ésta es una buena oportunidad para proyectar una imagen distinta del país...
R. Los Juegos duran exactamente 18 días. Los derechos humanos son permanentes. Hablaremos de las olimpiadas en China hasta agosto. Después de ese mes no se volverá a hablar de ello. Cierto es que los Juegos son una oportunidad para que se enfatice el tema de los derechos humanos. Pero si los países no intervienen, no actúan, no emplean algún tipo de bloqueo con China..., seguiremos contando muertos. Ya sean del laogai o de Tiananmen.
P. En su opinión, ¿cómo debería actuar la comunidad internacional con China?
R. Estados Unidos no tiene relaciones con Cuba. Ni con Corea del Norte. Y sin embargo, Bill Clinton negoció acuerdos millonarios con el régimen chino, una dictadura comunista corrupta. George W. Bush recibe sin sonrojo al presidente de China... Podría seguir... Su país, ¿qué hace su país? Nada, como el resto del mundo. Nadie hace nada. ¿Y por qué? Por el dinero. Ésa es la única razón. Hay mucho dinero en juego.
P. ¿Está cansado? ¿Enfadado?
R. No estoy enojado. Ya se ha terminado. Ha terminado [se emociona e intenta contener las lágrimas]. Aunque a veces siento que todavía estoy allí. Y entonces veo a Bush dando la mano y la bienvenida al líder de China... Eso es terrible. Tras la II Guerra Mundial existieron los juicios de Núremberg... ¿Qué pasa con China? [No hacía falta preguntar si está cansado. Su cansancio lo arrastra desde que abandonó su país hace más de dos décadas. Desde entonces ha vuelto en varias ocasiones. Una de ellas, para filmar secretamente un documental de CBS de la serie 60 minutes sobre los laogai. En esa ocasión hizo un testamento antes de abandonar California...].
P. ¿Qué recuerdo le atormenta más de aquellos días?
R. Tengo muchos, todos ellos terribles, pero uno de los que más me obsesionan es aquel día en que ayudaba a otro preso a recuperarse y... finalmente lo mataron. Se murió. De hambre. Era el silencio. Allí estábamos todos tumbados, era de noche, unos al lado de los otros, apretujados por la falta de espacio. Todos callados. Nadie se reía. Nadie gritaba. Nadie lloraba. Todos los días llegaba gente. Todos los días se llevaban a los muertos. El idioma que se hablaba era el de la muerte. "¿Donde está el señor Lee?". "Se lo llevaron como un rollito de primavera". Terrible.
P. Usted ha vivido para contarlo...
R. Sí, pero no soy un héroe. Si eres un héroe, te mueres. Cuando eres un héroe rechazas los interrogatorios. Si luchas, te mueres. ¿Querían que reconociese un crimen? Reconocí mi crimen. Lo que sea. Abandoné mi condición de ser humano. Me reduje de un ser humano a un títere.
P. ¿Llora?
R. Durante muchos años no sabía lo que eran las lágrimas. Nunca lloré. Escuchaba a la gente muriéndose y no sentía nada. Cada mañana me levantaba e iba a trabajar. Así era todos los días, durante 20 años. Por la tarde, cuando regresaba era para buscar comida. Robaba la comida de otros. Me iba a dormir. Eso era todo.
P. ¿Sigue siendo católico?
R. No. Era católico. Era católico cuando tenía 20 años. Después, durante 20 años en el laogai... Dios no me sirvió.
P. ¿Cuándo dejó de ser Wu Hongda para convertirse en Harry Wu?
R. Desde que llegué a Estados Unidos cierro la puerta de mi casa con cerrojo para no dejar entrar al pasado. No quiero saber nada de la política, no quiero leer periódicos. Sólo quiero disfrutar el resto de mi vida. Aunque eso es muy difícil. Pero soy un hombre libre. Me acuerdo de tanta y tanta gente que no es libre... Tantos y tantos. Tú no entiendes, nadie entiende. Tengo 71 años y el final de mi camino está próximo. No me importa. Casi crucé esa línea dos veces. Ahora soy Harry Wu. Un hombre libre. Con una esposa y un hijo de 10 años, Harrison. No me importa ya cuánto tiempo me queda.
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