La llama de la libertad
Hay tres formas de encarar la espinosa ecuación que plantean los derechos humanos cuando se sitúan en función de los intereses económicos y políticos. La más sencilla es la separación según conveniencia propia, sin coartadas ni rubores. La más difícil la que establece una estrecha relación de condicionalidad. La más incomprensible la que lo deja en suspenso, en función de un ‘depende’ coyuntural o personalista. Bush representa la primera, por eso ha comunicado que irá a la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos. Merkel representa la segunda: por eso no irá. Curiosamente, Sarkozy, el héroe de la sinceridad, la tercera: irá si le conviene y en cualquiera de los casos buscará la explicación más conveniente a sus intereses.
La actual administración norteamericana tiene ahora mismo muy pocas cosas que decir sobre los derechos humanos en el mundo: los ha maltratado de tal forma que ha suministrado coartadas a quienes los vienen maltratando desde siempre y mil veces más, como es el caso de China. Francia ha proporcionado un buen mal ejemplo de volubilidad: no se puede acoger a uno de los mayores violadores de derechos humanos como Gadafi en París y firmar con él acuerdos privilegiados, y a la vez erigirse en referente del comportamiento internacional ante China: todos sabemos que Sarkozy estará en la tribuna de inauguración en Pekín si le conviene a él personalmente.
El único lugar donde la ecuación es razonable y responde a una idea coherente es en Berlín, donde el gobierno de coalición ha tomado un camino que ya emprendió el anterior gobierno, con Joschka Fischer de ministro de Exteriores: Alemania no mira hacia otro lado ni condiciona su defensa de los derechos humanos en el mundo a sus intereses comerciales o políticos, al contrario, establece primero su posición y todo lo que se haga luego deberá partir de esta exigencia. Todo esto es consecuente con la idea alemana de ‘democracia militante’, que llevó a inscribir los valores democráticos fundamentales como irreformables en la Constitución.
Estados Unidos se corregirá, no tengo dudas. En realidad ya lo está haciendo. Para algo hay tribunales, hay democracia parlamentaria y hay medios de comunicación, cosas todas ellas que no entienden los chinos. Para algo están también esas primarias apasionantes con tres candidatos con todas las ideas claras sobre los derechos humanos y la libertad en el mundo, algo que tampoco entienden esas filas uniformes de burócratas enigmáticos, elegidos por métodos y azares secretos, que se reúnen periódicamente en el Palacio del Pueblo de Pekín. Francia no necesita corregirse, aunque Sarkozy sí y deberá hacerlo muy a su pesar, aunque sólo sea por instinto de supervivencia. Alemania debe procurar en cambio que su política se extienda y contamine la política europea. Y Europa necesita a su vez hacerse con una política exterior guiada por conceptos claros en derechos humanos. La lenta marcha de la antorcha olímpica hacia Pekín podría ser una buena ocasión para plantearla.
No sabían los gobernantes chinos el lío en que se metían cuando diseñaron el recorrido de la antorcha desde Olimpia hasta Pekín, pasando por la cumbre del Himalaya. De decidirlo ahora habrían optado por un sencillo viaje en avión directo hasta el estadio. Estos meses de lento recorrido convocarán a todos los descontentos con el régimen chino, y no únicamente a los tibetanos y sus amigos. Mientras los europeos meditamos cómo ser más coherentes respecto a la defensa de los derechos humanos, el gobierno chino haría bien en meditar sobre cómo convertir los Juegos Olímpicos en un éxito para todos, incluyendo a los tibetanos, al Dalai Lama y a todos quienes apoyan el desarrollo de la democracia y de las libertades públicas en China.
De momento no es ésta la dirección que se ha tomado, sino exactamente la contraria. Son muy malos síntomas el cierre a cal y canto del Tibet a la prensa extranjera, en anuncio de la reeducación de los monjes revoltosos, el regreso al lenguaje chauvinista y agresivo de los tiempos de la Revolución Cultural y la evidencia de que ha caído sobre los manifestantes una represión sin freno dentro del cuarto oscuro en que se convierten todas las dictaduras. Pero hay que reconocer que tan fácil como es tomar posición frente a Cuba, país pequeño y cuya economía no cuenta para nada en el mundo, resulta de lo más difícil hacerlo respecto a China, locomotora económica mundial y suministrador de mano de obra barata a todos los países occidentales.
Ya se ha visto que son muy pocos los que quieren convocar el boicot a los Juegos. Los atletas no tienen culpa alguna. Tampoco los telespectadores que disfrutaremos en verano de las series de pruebas de todas las especialidades en directo. Ni la tienen los chinos, que algún beneficio sacarán del montaje olímpico. De los europeos depende que no sea sólo el régimen quien salga beneficiado y se consiga, en cambio, que la cita olímpica sea también un hito en el desarrollo político de China. Pero en caso de que el régimen chino no reaccione y no haga pasos decididos en el diálogo con el Dalai Lama y en el reconocimiento de las libertades, habrá que pedir que los jefes de Estado y de Gobierno del mundo democrático se queden en casa a ver por televisión la ceremonia inaugural en vez de acompañar a Hu Jintao en la tribuna.
A mi me gustaría que los juegos de Pekín dieran también beneficios políticos a los europeos: por ejemplo, que sirvieran para que de una vez por todas la Unión Europea buscara y consiguiera una política común y con el mismo rasero sobre los derechos humanos que valiera para Cuba, Argelia, Rusia, Arabia Saudí o China y por supuesto, para nosotros mismos.
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