La agenda de la dignidad
Tengo en mi libreta de notas muchos temas sobre los que quisiera escribir. Los ejércitos privados en Irak, por ejemplo, que mantienen en el país árabe a más de 40.000 guardias fuertemente pertrechados, con armas pesadas incluso, y han venido actuando con total impunidad, sin control alguno fuera del que realiza la propia empresa y sin posibilidad de que los tribunales o las autoridades iraquíes exijan responsabilidades cuando sus actuaciones producen muertes: las últimas acciones suyas preveo que llegarán a convertirse en un escándalo, pues hace una semanas, en pleno centro de Bagdad, dispararon sin motivo contra coches, autocares y peatones produciendo 17 muertos. Poco antes habían matado también a un guardaespaldas de un vicepresidente iraquí. Tampoco voy a escribir sobre las declaraciones del general Ricardo Sánchez, ex jefe de las tropas americanas en Irak, que ha realizado una muy seria crítica contra George Bush y la dirección de la guerra. Pero son temas que no voy a dejar, sólo posponerlos, al igual que tendré que ocuparme en un momento u otro de Putin sacando pecho frente a todos y organizándose la perpetuación en el poder, o del Partido Comunista Chino, el partido más grande del mundo, que tiene bajo su férula a una quinta parte de la humanidad: esta semana celebra su magno congreso, por lo que ya habrá tiempo de ocuparse de él y de la quinta generación posmaoísta que empieza su lenta ascenso hacia el relevo en la cúspide del poder.
Escribiré sobre todo ello, pero ahora me apetece hilvanar algunas frases sobre la columna que acabo de leer de un periodista notable, al que tuve la oportunidad de conocer hace unos años. Se trata de David Ignatius. Fue en una época director del Internacional Herald Tribune y trabajaba en París, donde me invitó una vez a asistir a una reunión de la redacción. Coincidí de nuevo con él en Barcelona, cuando el Herald Tribune organizó conjuntamente con nuestro periódico una reunión de todos los diarios que publicamos una edición en inglés que se distribuye con el IHT. Sabía que había sido corresponsal en Oriente Medio y que es también novelista. Pero no sabía, en cambio, que es de familia armenia y que cuenta entre sus ancestros a víctimas del genocidio a manos del ejército turco de hace 92 años. Lo explica hoy en su columna en The Washington Post, un artículo muy interesante y cuya lectura recomiendo en estos tiempos de debates intensos tanto sobre identidades como sobre memorias históricas. Casi todo norteamericano tiene detrás suyo una saga familiar que le vincula con algún otro lugar del planeta, y ésta es una de las cosas que les hace distintos y mucho más interesantes que la mayoría de los europeos y muy parecidos a los nuevos europeos, los recién llegados.
Ignatius comprende a Turquía. Pero no está dispuesto aparentemente a renunciar a la memoria y al reconocimiento. Su columna defiende que no basta con la agenda de la democracia que pretende implantar Estados Unidos, sino que hay que atender a una agenda de la dignidad, que tiene que ver con la justicia, el honor y el reconocimiento. Esta agenda, lo sabe Ignatius, es muy difícil, porque en muchos casos se convierte en conflictiva y contradictoria. Lo que es reconocimiento para unos es desprecio para otros. Tiene claro, en todo caso, que no puede haber democracia sin dignidad: no es posible imponer los propios valores, y la idea que uno se hace de la democracia, a sangre y fuego como una fuerza de ocupación que trata sin piedad y sin respeto alguno a la población. Estados Unidos deberá entenderlo en algún momento y actuar después en consecuencia.
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