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El cáncer no es prueba de un fracaso vital, ya lo decía Susan Sontag

Cuando le descubrieron un tumor en la mama, la pensadora estadounidense reflexionó sobre la enfermedad y rechazó esa visión que aún lo trataba como un castigo moral. Así lo explica el filósofo alemán Wolfram Eilenberger en su nuevo libro, del que ‘Ideas’ adelanta un extracto

Susan Sontag
Susan Sontag en 1978 en las oficinas de Nueva York de su editorial, FSG.William E. Sauro (New York Times Co. / Getty Images)

En lugar de confiar en los procedimientos establecidos, como le aconsejaron los médicos estadounidenses, Sontag había decidido probar una nueva forma de quimioterapia [para su cáncer de mama] que aún no había sido autorizada en Estados Unidos, tras una intensa indagación. Solo estaba disponible en Francia.

Como trabajadora estadounidense autónoma, Sontag no contaba con un seguro médico. Los costes de su tratamiento (150.000 dólares de la época, equivalente a unos 800.000 euros en la actualidad) se sufragaron mediante donativos que sus amigos de París y Nueva York solicitaron en sus círculos particulares. Para recobrar fuerzas, Sontag viajó constantemente en el Concorde entre Nueva York y París durante los ciclos del tratamiento.

En aquella fase de máximo debilitamiento y aparente desesperanza, había encontrado una nueva voz y renovados conocimientos como escritora. Tras dos años de una terapia muy agresiva (“Me siento como en la guerra de Vietnam […] Están utilizando armas químicas conmigo. Tengo que gritar hurra”) y cuatro operaciones más, se la consideró curada. Una vez más, había demostrado cómo era posible abrir nuevos caminos utilizando la propia mente. Y, de paso, ilustró a sus contemporáneos sobre las contradicciones y los desarrollos de su presente que habían quedado postergados. Un logro nada desdeñable en el ruido blanco del año 1977.

Así que cualquiera que en Nueva York (y en otros lugares) se preguntara qué le prometía el presente cuando, tras el aterrizaje en la Luna con la misión Voyager, se envió una sonda a los confines del sistema solar, y por qué en lugar del yeyé y las arcádicas canciones folclóricas eran ahora el hip hop y el punk rock lo que hacía temblar el hormigón y tocaba la fibra sensible de los jóvenes espíritus en sus clubes, y qué significaba el paso de Una odisea del espacio de Stanley Kubrick a La guerra de las galaxias de George Lucas, y con qué habría que contar 10 años después de introducirse la calculadora de mano de Texas Instruments, cuando ya se anunciaba un ordenador personal llamado Apple II para uso doméstico general, parecía que debía esperar a escuchar de nuevo la voz clarificadora de Sontag. Por no hablar de la cuestión de qué podía prometer el término “socialismo” cuando las mentes críticas leían el Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn en lugar de la biblia de Mao. Porque sí, también entonces veía Sontag más claras las derivas de la política: “Mi postura política: siempre en contra. Estoy en contra de: 1) la violencia, especialmente las guerras colonialistas y las intervenciones imperialistas. Sobre todo, contra la tortura; 2) la discriminación sexual y racial; 3) la destrucción de la naturaleza y del paisaje (espiritual, arquitectónico) del pasado; 4) todo lo que obstaculice o censure la circulación + el transporte de personas, arte, ideas”. (…)

Si la confianza de Sontag en sí misma pudo haber sido inquebrantable, eso no valía para la imagen que tenía de sí misma, sobre todo de su cuerpo y de su imagen corporal. La enfermedad le había dejado cicatrices y causado humillaciones. No se trataba principalmente del hecho de que estuviera gravemente enferma. Aunque, por supuesto, como ser moderno de carne y hueso, también había dejado antes a un lado su susceptibilidad y vulnerabilidad esenciales: “Todo el que nace tiene dos ciudadanías, una en el reino de los sanos y otra en el de los enfermos. Y aunque todos prefiramos utilizar solo la buena fama, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado, al menos durante un tiempo, a identificarse como ciudadano de ese otro lugar”.

No, la verdadera humillación asociada a su enfermedad consistía en las interpretaciones y los modos de comunicar un diagnóstico de cáncer como si fueran necesarios —como una sentencia de muerte segura—, así como en la exigencia de responsabilidad personal ante ese diagnóstico y la tutela simultánea por parte de los médicos. (…) Así que su nuevo tema fue “el cáncer”. Y no la enfermedad en sí, sino las formas en que se hablaba del cáncer, cómo se trataba a los enfermos de cáncer y cómo se expresaban la esperanza y la resignación tras un diagnóstico de cáncer. Especialmente como consecuencia del psicoanálisis, argumentaba Sontag, en el mundo occidental, y muy en particular en Estados Unidos, prevaleció una tendencia interpretativa en sí misma arcaica que “sugiere una conexión entre una enfermedad mortal y el carácter de una persona que ha sido degradada por esa enfermedad”. (…) La tuberculosis (de la que había muerto el padre de Sontag) había sido en su día el principal ejemplo de ello, pero cuando la tuberculosis era ya curable y sus causas estaban claramente identificadas, el cáncer tomó su relevo: “Así, hoy en día muchos creen que el cáncer es una enfermedad de la pasión insuficiente, que aflige a quienes están sexualmente reprimidos, inhibidos y son poco espontáneos e incapaces de expresar la ira […] El cáncer [es] hoy el precio de la represión”. (…)

La tendencia apuntalada por el psicoanálisis de cargar de símbolos la enfermedad también caracterizaba la reflexión biográfica de los que murieron de cáncer. Su muerte por cáncer se veía comúnmente como una consecuencia del fracaso existencial, el malogro y la represión. Ya se tratara de hombres de acción o de espíritu: “De Napoleón, Ulysses S. Grant, Robert A. Taft y Hubert Humphrey se ha concluido que su cáncer debe entenderse como una reacción al fracaso político y a la falta de ambiciones. Los cánceres de quienes son menos fáciles de catalogar como perdedores, como Freud y Wittgenstein, han sido diagnosticados de crueles castigos impuestos por una renuncia de por vida a los impulsos”.

¿Susan Sontag, la antigua promesa de genio de toda una generación, la que parecía que iba a morir en el año 1975, no se habría incluido inevitablemente en ese linaje de incorregibles? ¿Como autora sin una obra perdurable, como mujer que amaba a las mujeres sin una confesión pública, como cineasta fracasada, posiblemente incluso como académica —y madre— fracasada?

Publicado a finales del otoño de 1978 con el título La enfermedad y sus metáforas, el ensayo de Sontag era una poderosa deconstrucción del discurso predominante sobre el cáncer y sus efectos demasiado cotidianos en la medicina, los cuidados y hasta la política. Así como una consolidación pública más de la imagen de sí misma como resistente crítica cuya voluntad de ver las cosas con claridad no sería quebrantada por nada ni por nadie. (…)

Susan Sontag continuó su labor como crítica, autora y activista, y siguió siendo una de las intelectuales globalmente más influyentes. A finales de los años ochenta, cuando era presidenta de PEN América [que defiende la libertad de expresión y los derechos humanos a través de la literatura], Sontag conoció a la fotógrafa Annie Leibovitz, a la que permaneció unida hasta el final de su vida. En 1992, tras numerosos intentos fallidos, publicó la novela El amante del volcán, su obra de mayor éxito, también comercial. En el verano de 1993, Sontag voló a la sitiada Sarajevo, en plena guerra de Yugoslavia, para representar Esperando a Godot, de Beckett, con aficionados. En el año 2000 recibió el National Book Award por su novela En América.

Susan Sontag falleció en Nueva York el 28 de diciembre de 2004 de un cáncer sanguíneo. Contra el consejo de los médicos que la trataban, se había empeñado en agotar todas las opciones terapéuticas disponibles hasta el final.

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