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Por qué cada vez menos jóvenes creen en la democracia

Una cuarta parte de los menores de 35 años son quienes más partidarios se muestran de explorar soluciones autoritarias ante la deriva política

Por qué cada vez menos jóvenes creen en la democracia
Una joven indecisa en un colegio electoral de Barcelona durante las Elecciones al Parlamento europeo del pasado 9 de junio.Albert Llop (NurPhoto/Getty Images)
Oriol Bartomeus

Las recientes elecciones al Parlamento Europeo han vuelto a poner encima de la mesa la atracción de una parte del electorado, especialmente las nuevas generaciones, por las listas de la extrema derecha. Esto responde a cambios en el papel de la democracia, de la política y del propio voto que se han ido produciendo a lo largo de las últimas décadas.

Si se comparan los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo del pasado domingo con las de 2009, en la última convocatoria antes del estallido del sistema de partidos que supuso la irrupción de Podemos y de Cs, se observa que los dos partidos centrales del sistema, PSOE y PP, han perdido conjuntamente más de un millón de votos, mientras que las fuerzas a la izquierda del PSOE han avanzado en casi 800.000. Pero el espacio que más ha crecido ha sido la extrema derecha, con aproximadamente dos millones y medio de votos.

Hasta hace relativamente poco tiempo (hasta la aparición de Vox) se consideraba que España se encontraba a salvo de la ola de voto ultra que ya entonces asolaba Europa. Se decía que el recuerdo cercano de la dictadura inmunizaba al electorado español de optar por partidos de la extrema derecha, que nunca habían pasado de ser grupúsculos marginales con un apoyo simbólico en todas las elecciones celebradas hasta la fecha. También se decía eso mismo de Portugal y en las últimas legislativas el partido de extrema derecha Chega! se llevó 50 escaños de la asamblea con casi el 20% de los votos. Lo mismo podría decirse de países con un pasado reciente de regímenes dictatoriales, como Chile o Argentina. En el primero, la extrema derecha del Partido Republicano se ha convertido en la principal fuerza de oposición al Gobierno progresista, ganando incluso la mayoría del consejo constitucional encargado de redactar la nueva Carta Magna del país (rechazada por la mayoría del electorado el pasado diciembre). En Argentina, la actual vicepresidenta del país, Victoria Villarruel, compañera de tique del presidente Javier Milei, reivindicó la junta militar durante la última campaña presidencial, sin que esto supusiera ningún problema para su elección.

El líder de Se Acabó la Fiesta (SALF), Alvise Pérez, durante un acto electoral el pasado 7 de junio en la Plaza de Colón, Madrid.
El líder de Se Acabó la Fiesta (SALF), Alvise Pérez, durante un acto electoral el pasado 7 de junio en la Plaza de Colón, Madrid. Claudio Álvarez

Todos estos fenómenos tienen un denominador común: sus principales nichos de voto suelen estar entre las generaciones nuevas, aquellas precisamente que no han vivido las dictaduras que todos estos partidos suelen reivindicar, ya sea abiertamente o a través de subterfugios más o menos disimulados. En España, según la encuesta de 40dB para este periódico para las elecciones europeas, la intención de voto a la extrema derecha es especialmente fuerte entre los menores de 35 años. Entre los más jóvenes, la suma de Vox y Se Acabó la Fiesta (SALF) es la opción más mencionada, prácticamente empatada con el PSOE y cinco puntos por encima de la intención de voto al PP. El voto a la extrema derecha supera a los populares incluso en el grupo de 25 a 34 años.

Si solo consideramos a los hombres, la extrema derecha es la fuerza con más intención de voto entre los más jóvenes (más del 30%, 10 puntos por encima del PSOE) y supera al PP en todos los grupos hasta los 45 años. No pasa lo mismo entre las mujeres, ya que la intención de voto a los partidos ultras siempre queda por debajo del PSOE y PP. A pesar de esta diferencia, entre el electorado femenino se observa la misma tendencia, si bien matizada, que entre el masculino: los jóvenes son los más propensos al voto a la extrema derecha.

La extrema derecha s la fuerza con más intención de votos en la franja de 18 a 25 años (10 puntos por encima del PSOE)

Es evidente que algo está pasando entre las nuevas generaciones, y es algo que va más allá del voto puntual a una opción política (por más que en el caso de Vox se constate elección tras elección que dispone de un núcleo de apoyo estable entre los jóvenes). El estudio sobre hábitos democráticos del CIS, realizado el pasado diciembre, pone números a este fenómeno. A la pregunta tradicional sobre el régimen político preferido por los encuestados se observa que más del 80% de los mayores de 45 años muestra su acuerdo con la frase “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”. Entre los menores de 35 años, el acuerdo con esta frase supera por poco el 70%. En cambio, una cuarta parte de estos se muestra de acuerdo con que “en algunas circunstancias, un Gobierno autoritario es preferible a un sistema democrático” o cree que “a personas como yo, le da igual un Gobierno que otro”. No son la mayoría, pero suponen un grueso de opinión que no se había visto antes, y, lo más chocante, son personas que han nacido y vivido toda su vida en un sistema democrático. Son nativos democráticos.

La permanencia de la antipolítica

Algo ha fallado en la trasmisión de los valores democráticos. Tal vez algo tan simple como que no se ha querido articular tal transmisión más allá de los ámbitos domésticos y familiares. La nueva democracia española no quiso ser una democracia militante, posiblemente porque no existía un consenso claro sobre el tema, y porque la correlación de fuerzas no permitía a las fuerzas democráticas imponerlo. También es posible que existiera entre esas fuerzas un rechazo instintivo al establecimiento de una pedagogía democrática “de Estado”, como había existido durante el franquismo una pedagogía de transmisión de valores contrarios a la política. También es posible, en último caso, que las fuerzas democráticas pensaran que los valores democráticos sencillamente se darían (casi por arte de magia) por el simple hecho de vivir en un sistema de libertades. En este sentido, las generaciones nuevas, nacidas en democracia, incorporarían esos valores por el simple hecho de haber nacido a partir de 1978.

El elector actual no presupone que el político sepa más que él, ni acepta que su posición deba ser subsidiaria

Sea por lo que sea, 50 años después, la realidad nos muestra crudamente el fracaso de esos propósitos y la permanencia de una herencia de raíz antipolítica, que se creyó superada con la muerte de Franco. Las nuevas generaciones no solo no muestran actitudes más democráticas que las de sus padres y madres, sino que en algunos aspectos tienen un perfil menos democrático que ellos y más cercano al de la generación nacida antes de 1940. Los nativos democráticos piensan, al igual que las generaciones antiguas, que los políticos no se preocupan por ellos y que solo se rigen por sus intereses personales.

Una democracia sin atributos

En cualquier caso, es injusto atribuir toda la culpa a la falta de una pedagogía con voluntad de inocular los valores de civismo, pluralismo y respeto que son el centro del sistema democrático, porque en los últimos 50 años se ha producido un cambio profundo de lo que significa la democracia y de lo que esta lleva aparejado. Para alguien nacido en la segunda mitad del siglo pasado, la democracia no solo era un sistema político que garantizaba el respeto a las libertades, sino que llevaba implícito el progreso económico y el bienestar social. Para la ciudadanía española de los setenta, la democracia implicaba la normalización del país, su “europeización”, en el sentido de acercarnos a los niveles de desarrollo y de vida de nuestros vecinos del norte.

Ese aspecto fundamental para entender el apoyo masivo al sistema democrático entre las generaciones que vivieron (e hicieron) el cambio ha desaparecido del horizonte vital de los nativos democráticos. Para ellos, la democracia no lleva aparejado el bienestar ni la seguridad de un futuro mejor. Al contrario, los que hoy tienen menos de 35 años han interiorizado que van a vivir peor que sus padres, sin que la democracia aparentemente tenga ninguna posibilidad de cambiarlo.

La política desacralizada

Esta idea tiene que ver con una transformación de fondo respecto del papel de la política en nuestro mundo, y en el mundo en el que han crecido las nuevas generaciones. Para buena parte de ellos, la política no tiene capacidad para cambiar las cosas, de mejorar sus vidas, de posibilitarles un futuro mejor. La última generación que creyó en la política fueron los jóvenes de los sesenta. Después de ellos, la política se convierte en algo vulgar, se cae del pedestal, por así decirlo, o peor, es un lastre. Los políticos ya no son líderes a los que merece la pena seguir y a quienes es posible admirar.

Varios jóvenes en un mitin de Vox en Reus (Tarragona), el pasado 9 de mayo, durante la campaña de las elecciones catalanas.
Varios jóvenes en un mitin de Vox en Reus (Tarragona), el pasado 9 de mayo, durante la campaña de las elecciones catalanas. Laia Solanellas ( Europa Press /Contacto)

La desacralización de la política comporta bajarla a ras del suelo, lo cual no deja de ser positivo desde el punto de vista democrático, pero la obliga a disputarse la atención del elector en competencia con otras facetas de la vida social situadas en su mismo plano. Y esta disputa se produce con las armas y en los espacios definidos por la nueva realidad comunicativa: a gritos y en las redes. Y es aquí donde, de toda la oferta política, las opciones radicales y fuera del sistema tienen ventaja sobre unos partidos tradicionales muy lastrados no solo por sus inercias, sino por su papel como fuerza de sistema, de un sistema que en 2008 se vino abajo con estrépito y ante los ojos de aquellos que han vivido toda su vida de crisis en crisis, sin que “la política” (según ellos) haya conseguido mejorar su situación.

La mercantilización de la política

Es común que se diga que los líderes políticos actuales no son como los de antes, y con ello se entiende que los de ahora son “peores” que los anteriores. Esta afirmación contiene una trampa, ya que más allá de las diferencias entre los líderes actuales respecto de los anteriores, la mayor transformación se ha operado entre el electorado. Son los electores actuales los que no son como los de antes y por ello su relación respecto del liderazgo político ha cambiado significativamente. Antes, el elector, de alguna manera, asumía una posición subordinada respecto de los dirigentes políticos, a los que suponía un mayor conocimiento de la realidad.

La desacralización del debate político comporta bajarlo a ras del suelo, y obliga a competir por la atención a ese nivel

Esto ya no es así de ningún modo. El elector actual no presupone que el político sepa más que él, ni acepta que su posición deba ser subsidiaria. Es más bien al contrario. Es el político el que debe subordinarse a las decisiones y a los intereses del elector. Es su servidor y le debe obediencia. La relación de los nuevos electores con la política se rige principalmente por estrictos criterios mercantilistas, de satisfacción de la demanda. Una demanda que es individual. Ante la política, el nuevo elector se pregunta qué ha hecho ella por él, qué han hecho los políticos por él, qué ha hecho la democracia por él. Y la mayoría de las veces la respuesta a estas preguntas es nada.

El reino de la inmediatez

A esto hay que añadir los efectos de la aceleración en la política. El voto ya no implica un compromiso por cuatro años, ni tan siquiera en su versión más laxa y condicionada. En nuestro mundo nuevo, el voto es la expresión de un estado de ánimo que busca una satisfacción inmediata, un grito que quiere ser escuchado. Así, hay una parte del electorado que no fundamenta su decisión en la posibilidad de aplicar unas políticas, sino más bien en contribuir a una victoria de una fuerza política determinada, o también en impedir la victoria de otra fuerza. De alguna manera, hay un número creciente de votos que se agotan en la misma noche electoral, puesto que ya entonces pueden saber si han “ganado” o “perdido”. Lo que ocurra más allá no les concierne, no les compromete ni se sienten interpelados, puesto que han votado para que pase algo (o para que no pase).

Si el voto es la expresión de un estado de ánimo que solo pide ser escuchado, que no busca cambiar nada porque se considera que la política no tiene fuerza para transformar un presente negro y un futuro amenazante, no es de extrañar el éxito de la extrema derecha entre una parte de la juventud. Hacer eurodiputado a Alvise no es más que un chiste, una boutade, es darse el gustazo de reírse en la cara del sistema. Sin más, sin consecuencias… aparentes. El objetivo de la mayoría de los votantes de la extrema derecha no es acabar con la democracia, simplemente pretende dar una patada en la entrepierna a “los políticos”. Que eso tenga consecuencias, y que estas consecuencias puedan llegar a ser irreparables, es algo que ni se plantean.

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