Una noche cara a cara con las estatuas mutiladas del Partenón
Andrea Marcolongo, experta en la Grecia Antigua, pasó una velada en la Acrópolis de Atenas. Allí, cuenta en su último libro, las ausencias son una presencia punzante. ¿Cómo se arregla ese vacío?
Esta última semana de mayo, en una tienda de París especializada en artículos de montañismo, me he comprado una cama de camping, un saco de dormir y una linterna. Al día siguiente facturé mi equipaje, bastante pesado, aun habiendo tomado ciertas previsiones, para que fuera cargado en el vientre de un avión que despegó mucho antes del amanecer. Unas horas más tarde instalaba mi equipo de alpinista sobre el frío pavimento del Museo de la Acrópolis de Atenas, donde pasé una noche de Luna menguante completamente sola.
“Es que es algo inaudito, una cosa que no se ha visto nunca”, me han repetido decenas de veces los guardias mientras, con dificultad, intentaba montar las patas de aluminio de mi catrecillo: en toda la historia no ha habido nadie que haya pasado la noche en el Museo de la Acrópolis.
Estos griegos ahí, estupefactos, me decía a mí misma, no saben que mi incredulidad es mayor que la suya. (…)
No sé ni siquiera si habrá una alarma. Me figuro que sí. No tengo intención de tocar nada; antes bien, pienso tener mucho cuidado y mantendré cierta distancia entre los mármoles y yo, para evitar cualquier tipo de incidente. En mi torpeza podría tropezar, caerme y arrastrar conmigo estas piedras eternas hasta el círculo infernal de los mortales condenados al olvido, como yo. O, por el contrario, podrían ser ellos, los testigos de mármol, los que desenmascararan mi impostura. Y los que se vengaran.
Cuando el último guardián se va a controlar el piso de abajo, dejándome sola delante de los frisos y las metopas encargados por Pericles, las manos me pican de ganas de sacar de mi bolso el único libro que he decidido traer conmigo esta noche. Y que, si lo descubren, me empujaría a matarme de remordimiento. Conmigo no están Homero ni Platón, como cabría prever de mi papel de impecable filhelena. Por el contrario, el único libro que he tenido ganas de traer para dormirme frente a lo poco que queda en Atenas de los mármoles del Partenón es la biografía de lord Elgin [el diplomático que se llevó más de la mitad de las estatuas de la Acrópolis y que, arruinado, se las vendió en 1816 al Museo Británico de Londres]. (…)
Mientras aguardo que el atardecer haga caer el telón sobre la luz de Atenas, me doy cuenta de que esta noche serán pocos los ojos abiertos como platos que me miren
“Quién sabe cómo te sentirás con todos esos ojos de mármol clavados en ti toda una noche”, me decían los amigos antes de marchar con la intención de sugestionarme. Mientras aguardo que el atardecer haga caer el telón sobre la luz de Atenas, me doy cuenta de que, por el contrario, esta noche serán pocos los ojos abiertos como platos que me miren. Recorriendo rápidamente con la mirada lo que queda de los frisos y de las metopas del Partenón, he conseguido divisar algún que otro fragmento de cabeza, muchos pies, unos pocos brazos, algún hocico de caballo. Pero los rostros eternos de estos hombres y estas mujeres, esculpidos por la escuela de Fidias para mirar y para ser mirados, ya no están aquí. Se los ha tragado el tiempo. O han sido decapitados por la codicia humana, que se ha llevado esas cabezas.
Habría podido escoger entre los museos demasiado llenos y demasiado ricos de Roma, de Florencia o de Venecia. Pero he decidido pasar la noche en un museo vacío. No son los mármoles los que esta noche me dan miedo; es su ausencia. Temo haberme colado una vez más, y, por si fuera poco, conscientemente, en una historia de carencias, de pérdidas, de lagunas. De vacíos y de abandonos. En otro “asalto del destino con gases lacrimógenos”, como escribía Giorgos Seferis.
¿De verdad es solo una cuestión logística de devolución, la que los griegos aguardan pacientemente desde hace casi dos siglos?
Con el tiempo y con la fe, el vacío del alma puede colmarse, o al menos eso dicen. Pero el vacío de un museo, ¿cómo se arregla? ¿De verdad es solo una cuestión logística de devolución la que los griegos aguardan pacientemente desde hace casi dos siglos y para la cual han construido el museo moderno en el que me encuentro esta noche, o, una vez creada, resulta imposible rellenar la ausencia? ¿Basta con dar marcha atrás a la película de los días y de las mentiras y volver a poner las cosas en su sitio, ya sea un cepillo de dientes en el mueblecito del baño o unos mármoles de Fidias en el Partenón, para que todo vuelva a estar ordenado, para que el vacío se llene al fin? (…)
La ausencia como presencia más punzante. Son las historias de los mármoles ausentes las que me interesan esta noche, casi más que las de los presentes y silenciosos que tengo ante mí y que podría tocar alargando la mano como si quisiera arrancar una manzana o una flor. Quiero saber dónde estoy y, con palabras, intentar colmar ese vacío dejado por las sierras y picos de los europeos como yo, que, sin remordimientos, hicieron de la Grecia antigua un “almacén de piedras”, decía lord Byron en La maldición de Minerva. (…)
Si escribo ante los mármoles del Partenón, con la biografía de Elgin entre las manos, es para obligar a su depredador a encontrárselos tras su delito
Desde hace 200 años los griegos reclaman la sacrosanta devolución de sus mármoles; y yo, ante estas piedras mutiladas siento, en cambio, una humana compasión por su verdugo. Elgin no fue un homicida, no en el sentido de que matara a unos seres humanos; pero su asesinato fue perpetrado contra la integridad del Partenón y de la idea misma de Grecia, hecha pedazos, cargada dentro de cajones de madera y deportada a otro sitio, lejos de los descendientes de aquellos griegos que supieron darla a luz.
Mientras las semanas y los días corrían a toda velocidad hacia mi cita con el Museo de la Acrópolis, he desarrollado una especie de curiosidad malsana por el mayor enemigo de los mármoles del Partenón. Casi una piedad complacida, a ratos divertida, hacia el individuo al que lord Byron llamaba en Las peregrinaciones de Childe Harold “un miserable anticuario”, culpable de haber hecho a Atenas “tan despreciable como él y sus empresas”. No sé si esta fascinación mía responde a ese mismo equívoco entre el bien y el mal, entre la víctima y su verdugo, que a menudo lleva a una parte de la opinión pública a sentir simpatía por los asesinos más crueles. Sin embargo, antes de toparme con la historia de Elgin, entre lo blanco y lo negro, entre la razón y la sinrazón, nunca he dudado de qué parte debía ponerme; a menudo he hecho de la solidaridad hacia las víctimas y los oprimidos una cuestión de honor y no he sentido nunca el estremecimiento de la seducción de la oscuridad, ni siquiera en las novelas.
Siempre me había preguntado por el destino de esas mujeres que, en su condición de ciudadanas libres, mantienen relaciones epistolares con criminales violentos, condenados a cadena perpetua, llegando en algunos casos a casarse con ellos aun estando entre rejas. Luego descubrí la historia de lord Elgin y precisamente yo me he convertido en una de ellas. A ratos tengo incluso la impresión de que es por él por quien estoy escribiendo este libro. Que no es ni una historia de amor ni una declaración de aprobación hacia el saqueo que llevó a cabo, sino un interrogatorio de igual a igual.
Si escribo, si esta noche estoy aquí, sola ante los mármoles del Partenón, con la biografía de Elgin entre las manos, es para obligar a su depredador a volver a encontrárselos 200 años después de su delito y a mirarlos de pie en toda su plenitud, pero sobre todo en sus vacíos: las cabezas arrancadas, los pies amputados, los cortejos interrumpidos y los frisos desfigurados como si les hubieran infligido una tortura medieval. Porque la historia de su robo es el símbolo y la síntesis del robo que todos los occidentales hemos perpetrado durante siglos en detrimento de Grecia.
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