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LA CASA DE ENFRENTE
Columna
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Quién prostituye nuestro cuerpo

La sociedad trafica con cuerpos humanos en los niveles más pacíficos y admisibles y en los más monstruosos

Cartel pro aborto
Una mujer ante un cartel pro aborto en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, Mexico, en enero de 2022.Artur Widak (Nur Photo/Getty Ima
Nuria Labari

Ahora que en España se ha abierto el debate legislativo para abolir la prostitución, me parece interesante pensar sobre otras formas de explotación del cuerpo de los ciudadanos. Porque la prostitución es la punta del iceberg de una concepción de las relaciones entre el cuerpo individual y el cuerpo político, que se definen precisamente a través de la explotación del cuerpo individual por el cuerpo político. Y que se definen así no solo en la prostitución sino en todas las áreas de la vida. Por eso creo que, puestas a afrontar un debate serio sobre la prostitución, valdría la pena pensar seriamente también quién tiene los derechos sobre nuestros cuerpos. Y por qué.

Sucede que en algún momento cedimos nuestro cuerpo al Estado, aunque ya nadie recuerda cuándo se pactó tal cosa, a diferencia del pacto explícito sobre la cesión del monopolio de la violencia, que viene recogido en todas las Constituciones. Sin embargo, a pesar de no haberlo pactado, los derechos sobre el cuerpo han sido históricamente alienados por el poder político sin ninguna explicación o contrato al respecto.

Eso explica, por ejemplo, por qué algunos gobiernos se sienten con legitimidad para explotar el cuerpo de las mujeres como productor de vida, imponiendo el derecho a nacer sin ofrecer, al mismo tiempo, ninguna garantía para la supervivencia de los hijos. Y lo mismo pasa con la muerte y en la forma en que algunos médicos puedan ejercer derechos corporativos, gremiales o de clase para decidir sobre el modo de morir de otras personas.

Por no hablar del matrimonio. En qué momento entraron la Iglesia y el Estado a regular las relaciones íntimas de los individuos. Y cuándo aceptamos que el Estado tenía legitimidad para decidir, por ejemplo, si podían o no casarse dos personas del mismo sexo. Peor aún, en qué momento pactamos que correspondía al poder político determinar el género de los ciudadanos. O exigir, a través del Código Civil, como de hecho sucede, la obligatoriedad de fidelidad a todas las parejas que deciden casarse en España, lo que podría llegar a convertir el matrimonio en una forma pacífica de explotación sexual para las personas que dependen del dinero de sus cónyuges para sobrevivir. Claro que el sexo no es imprescindible para controlar el cuerpo. La herramienta preferida del poder es el trabajo. Cabe preguntarse, en este sentido, cuándo aceptamos que debíamos obedecer a estructuras empresariales que exigían (y exigen aún) nuestra corporalidad para desarrollar el trabajo, pero sobre todo para ejercer su poder. En resumen: cuándo dejó de bastar nuestra decisión sobre nuestro cuerpo para decidir qué hacer con él.

Nuestra sociedad trafica con cuerpos humanos todo el tiempo, en los niveles más pacíficos y admisibles y también en los más monstruosos. Y todas las aberraciones sexuales, toda la explotación de los cuerpos (que está a la orden del día en todas las esferas físicas y virtuales de la experiencia humana) son una consecuencia inherente a una sociedad donde los ciudadanos hemos renunciado, sin pactarlo y muchas veces sin saberlo, al derecho sobre el gobierno de sus cuerpos. En este sentido, creo que señalar la punta del iceberg sirve de poco cuando la tripulación y el capitán de este barco han negado previamente la existencia del hielo.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.
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