¿Y si ‘1984’, la distopía de Orwell, la hubiera protagonizado una mujer?
En el 75 aniversario de la aclamada obra del novelista británico, la escritora Sandra Newman publica un libro que desarrolla la historia desde el punto de vista de su personaje femenino, Julia, y cuenta cómo sobreviven las mujeres en el mundo de Gran Hermano
Lo primero que vio fue a Smith, Viejo Triste. Estaba montando hileras de sillas y, absorto en su labor, resultaba sorprendentemente simpático. Smith, un hombre enjuto de unos cuarenta años, de piel muy clara y ojos grises, se asemejaba al tipo del cartel de HONRAD A NUESTROS PEONES INTELECTUALES, aunque, por supuesto, sin el telescopio. Parecía estar soñando con algo frío pero agradable. Quizá estuviera pensando en música. Se movía con evidente placer, a pesar de su leve cojera; se notaba que le gustaba tener quehaceres físicos.
Pero entonces reparó en Julia y apretó los labios asqueado. Era asombroso lo que le cambiaba la cara: de halcón a reptil. “¡No te pasa nada que no se pueda arreglar con un buen polvo!”, se dijo ella, y casi le dio la risa, porque era verdad, claro. El verdadero problema de Smith no era que sus padres hubieran sido nopersonas [como llamó Orwell en 1984 a las personas “vaporizadas” o ejecutadas, cuya existencia se borra], ni que no soportara la doctrina del Partido, ni siquiera su desagradable tos. Viejo Triste sufría un caso grave de Agriamiento Sexual. Y, como de costumbre, la culpa era de la mujer, ¿de quién si no?
Sin pensárselo mucho, cuando Smith se sentó, Julia fue a sentarse justo detrás. Se dijo que lo hacía porque era el sitio que quedaba más cerca de las ventanas, pero, cuando él se agarrotó, incomodado por su presencia, ella sintió una satisfacción perversa. A su lado, Julia tenía una estantería con un solo libro: un antiguo diccionario de neolengua [la lengua que inventó Orwell para 1984], ligeramente polvoriento ya. Se imaginó pasando el dedo por el polvo y escribiéndole algo en la nuca con aquella porquería (una jota de Julia quizá), aunque eso no lo haría jamás, por supuesto.
El único problema era que, desde allí, lo olía. Lo lógico habría sido que oliera a moho, pero olía a sudor masculino del bueno. Luego reparó en su pelo, fuerte y abundante, debía de ser agradable al tacto. ¡Qué injusto que el Partido se quedara con los guapos! (…) Entonces, cómo no, Margaret fue a sentarse al lado de Smith y luego llegó O’Brien y se puso al otro lado de Margaret. Smith y ella se ignoraron. Todos los de Archivos eran así. Era un trabajo traicionero, pasarse el día leyendo viejopensar [la forma de escribir previa a la llegada del Gran Hermano], y los obreros de Archivos guardaban las distancias. (…)
Julia volvió la cabeza, la opción más segura cuando alguien hacía algo peculiar, y miró por las ventanas. En ese instante pasó volando un trozo de periódico, girando frenético por el aire para luego extenderse de pronto y caer en picado hacia los tejados del fondo. Desde aquella altura no se distinguían los barrios proles de los del Partido; eso siempre era raro. También costaba un poco ver los boquetes donde habían caído las bombas; en la calle los había por todas partes y Londres a veces parecía más cráter que ciudad. Estaba prohibido el uso privado de combustible durante las horas del día y se podían ver las escasas columnas de humo donde estaban los comedores de la PA1. También se aplicaban cortes de suministro eléctrico, y las ventanas mugrientas y oscuras de los edificios de oficinas presentaban el resplandor sombrío del mar.
La inmensa telepantalla del cercano edificio de Transporte, cuya película producía la ilusión óptica de que la luz diurna no paraba de titilar y variar sutilmente, tapaba un pedacito de la vista. Las imágenes se repetían en un bucle sencillo. Primero se veía a un grupo de niños de mejillas sonrosadas jugando inocentemente en un parque infantil. En el horizonte iba creciendo una masa de pervertidos, eurasiáticos y capitalistas que atacaban a los críos con brutalidad. Luego aparecía de pronto un recorte del Gran Hermano que emborronaba a los villanos y se veía un eslogan en el cielo: ¡GRACIAS, GRAN HERMANO, POR MANTENER A SALVO A NUESTROS NIÑOS! Después de eso salían los mismos niños, ya con el uniforme de la organización infantil, los Espías: pantalón corto gris, camisa azul y pañuelo rojo. Los Espías felices marchaban con una bandera del socing [el partido gobernante de 1984] y el eslogan del cielo se transformaba en ¡ÚNETE A LOS ESPÍAS! Entonces desaparecía todo y volvía a salir la primera imagen.
Los helicópteros sobrevolaban aquella escena sin parar. Primero se veían los grandes, cuyo paso era audible incluso a través de las gruesas ventanas. Aquellos los llevaban un piloto y dos artilleros, y a veces se veía a un artillero sentado como si nada en el hueco de la puerta, con un fusil negro apoyado en la rodilla. En cuanto pensabas en los helicópteros empezabas a detectar las bandadas de microcópteros de debajo; entonces los grandes parecían los papás de los pequeños. Los micro no llevaban piloto; iban teledirigidos. Eran solo para vigilancia y, en los distritos del Partido Externo, a menudo levantabas la cabeza de lo que estabas haciendo y te encontrabas un micro suspendido junto a la ventana como un pajarillo curioso. (…)
Mientras ella miraba por la ventana, la sala se había llenado y el olor a hombre de Smith se había desvanecido en una atmósfera general viciada de ropa sucia, mal aliento y jabón barato. Algunos ya tenían cara de indignación, preparados para el Odio. Siempre resultaba extraño verlos mirar furiosos y tensos, con el rostro deformado, a una telepantalla en blanco. Julia empezó a experimentar la habitual angustia de que aquello no saliera bien, de que los presentes se rebelaran y se rindieran avergonzados, o simplemente se echaran a reír a carcajadas. Siempre que imaginaba aquello, se veía levantándose y regañando muy digna a los infractores, pero, en el fondo, ella sería la primera en carcajearse.
Y entonces empezó. Lo sentías casi antes de oírlo: una vibración a modo de trueno que desembocaba en una voz chillona y demasiado alta. Parecía sacudir hasta las propias sillas metálicas y hacer que las luces borbotearan de migraña. Todos gritaban furibundos cuando el rostro odioso y ya conocido de Emmanuel Goldstein llenaba la telepantalla. Era un rostro flaco e intelectual con una bondad que pronto se revelaba intrigante y falsa. (…) Emmanuel Goldstein había sido en su día un héroe de la Revolución que había luchado en el bando del Gran Hermano. Luego se había vuelto en contra del Partido y desde entonces dedicaba su astucia y su energía considerables a la destrucción de Oceanía y de sus habitantes. Nadie estaba a salvo de su maldad. (…)
El Odio estaba en pleno apogeo; la sala entera bramaba exaltada. Margaret estaba hermosamente colorada, con la boca muy abierta en un gesto de ira sensual, y O’Brien se había puesto en pie, muy viril, como si plantase cara a un enemigo detestado. Hasta Smith berreaba con asombrosa virulencia y pateaba espasmódico el reposapiés de su silla. Julia desconectó durante un peligroso instante y se preguntó fríamente si Smith fingía. Entonces la asaltó el pánico: había olvidado seguir gritando. De pronto sintió ganas de bostezar.
Llevada por un impulso, agarró de la estantería que tenía al lado el antiguo diccionario de neolengua. Inspiró hondo y bramó: “¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla!” y lanzó por encima de las cabezas aquel pesado volumen, que salió volando y girando sobre sí mismo hasta estamparse contra la pantalla con gran estrépito. Se sobresaltaron todos y, por un instante, Julia se arrepintió de lo que había hecho. Su arrebato podía interpretarse como un ataque a la pantalla. Las telepantallas eran muy resistentes y un libro no podía hacerles nada, pero ¿lo sabía O’Brien? ¿Consideraría aquello un sabotaje? Sin embargo, O’Brien siguió berreando, ajeno a lo ocurrido, y otros empezaron a acribillar la pantalla con lo que tuvieran a mano. Uno le tiró una cajetilla de tabaco; otro, un zapato. Julia sudaba de miedo, pero le había salido bien la jugada. Aquel bostezo traidor se había esfumado.
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