Los colores de las palabras
Disponer de la información adecuada y activarla nos defiende de los engaños que se buscan con algunos términos
Sorprende con qué facilidad los seres humanos vinculamos las palabras que designan colores con objetos que ofrecen una tonalidad muy distinta de lo que el propio vocablo parece indicar. Así, hablamos de “vino blanco” en referencia a un líquido en realidad amarillento; y decimos “vino tinto” para lo que en otras lenguas se considera rojo: red wine en inglés, vin rouge en francés, mientras que los catalanohablantes lo ven más oscuro aún (vi negre); denominación que los italianos (vino nero) combinan en su idioma con el rojo (vino rosso). Nuestro vino es “tinto” porque siglos atrás se consideraba “teñido” (tinctus en latín) al elaborarse a veces mañosamente a partir del vino blanco mediante la mezcla con vino rojo (tranquilos, ahora ya no se hace así).
Sabemos, pues, que el vino blanco es amarillo, y que el tinto es rojo; más bien rojo oscuro. Y cuando decimos “esa mujer tiene el pelo rojo” o “es pelirroja” entendemos que el color de su cabello, sea natural o de tinte, no es el del vino, y que difiere mucho de lo que nombramos al afirmar “esa mujer tiene un coche rojo” (sería cochirroja, ya que estamos). Nuestra memoria corrige el sentido de las palabras.
La enciclopedia particular que cada uno llevamos sobre los hombros altera el significado de lo que oímos o leemos y lo acomoda a la necesidad del momento; un mismo vocablo cambia de sentido en función de la situación a la cual lo apliquemos, y siempre con influencia de la realidad conocida más inmediata.
Cuando una niña dice “mis padres están de vacaciones”, el contexto y el conocimiento que tenemos de la realidad nos dirá si se trata de su padre y de su madre o si debemos aplicar la palabra “padres” a dos varones. Y si carecemos de contexto, activaremos inconscientemente el sesgo de probabilidad y pensaremos en un hombre y una mujer. Toda nuestra experiencia modifica la conversación. De ahí la mayor importancia de cambiar la realidad; no tanto los vocablos que la designan, porque estos se adaptarán a ella.
Por eso, también, debemos analizar las palabras con arreglo al momento concreto, en su contexto histórico y en su espacio real, a tenor de las personas que dialogan y de los objetos específicos a los que apuntan, nunca aisladas como si las pusiéramos en una probeta. Disponer de la información adecuada y activarla en el instante preciso nos defiende de los engaños que se buscan con algunos términos; por ejemplo, cuando Feijóo afirma que España vive un proceso “destituyente” sin que su interesado bloqueo del Poder Judicial parezca tener relación con ello. Las manipulaciones colectivas resultan más fáciles si no volcamos sobre las palabras un buen conocimiento de la realidad.
Alguien que no hubiera visto nunca un vaso de vino blanco estaría dispuesto a aceptar que tiene el mismo color que usted observa en este papel o en esta pantalla donde lee el artículo. Es decir, que el vino blanco, puesto que se llama así, muestra el mismo color que el yogur natural. Pero si ha adquirido un cierto conocimiento del mundo, sabrá que no todo lo blanco es blanco.
Podemos decir “esta naranja está verde”, en una aparente contradicción. Una naranja puede estar verde, mientras que difícilmente un verde estará naranja. La experiencia y nuestra formación nos hacen comprender cada término conforme a la realidad de la que participamos. Las palabras no deben independizarse de su contexto ni de su historia. Blanco y en botella, leche. Pero también vino.
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