En el trabajo no hay que darlo todo: la regla del 85%
Varios investigadores abogan por instaurar una cultura laboral de llegar a lo óptimo y no a lo máximo
Quédese tranquilo/a. Usted no tiene que tener una pasión. Mucho menos perseguirla. Se puede ser una persona sosegada, de aficiones vulgares y, aun así, ser muy bueno en lo suyo. Incluso el mejor.
Este no es un alegato contra la pasión, pero dejemos de engañarnos: el mundo está habitado por personas sin pasiones arrolladoras, la mayoría no muere de amor por su trabajo, y tampoco vibra de entusiasmo cada día de su vida con sus aficiones.
La pasión se convirtió en un básico durante la última década. Una investigación de la Escuela de Negocios de Harvard examinó 200.000 anuncios de trabajo en Estados Unidos y reveló que en 2007 la palabra pasión aparecía mencionada explícitamente en menos del 2% de las ofertas de trabajo. En 2019 esa cifra casi alcanzaba el 20%. Las webs especializadas en preparar entrevistas de trabajo entrenan a sus candidatos para salir airosos de las preguntas sobre el asunto. Se espera una respuesta vehemente y prolija. Por ejemplo, si es usted un buen repostero debe decir algo como: “Me interesa el proceso de búsqueda y experimentación de nuevas recetas. Durante tres años he registrado por escrito el efecto en las texturas de los postres de hornear a diferentes temperaturas. Cultivo los detalles y la ciencia que hay detrás de la repostería”.
“Me gusta hacer bizcochos en mis ratos libres” no conquistaría a un director de Recursos Humanos en 2023.
Por misteriosos e imbricados caminos semánticos, el hecho de entregarse con vehemencia a una afición se asocia al compromiso laboral. “La mención de una pasión en el currículo hace pensar en gente entregada, dispuesta a trabajar mucho si algo le gusta, a los empleadores les encanta oírlo porque pueden explotar el hecho de que alguien está siguiendo su pasión para conseguir más horas de trabajo por el mismo salario, y eso no es una buena tendencia”, opina Cal Newport, escritor y profesor de la Universidad de Georgetown.
Newport, en su libro Hazlo tan bien que no puedan ignorarte (Asertos, 2017), advierte de que ‘persigue tu pasión’ es “una pésima recomendación profesional”. “Se asume que todo el mundo tiene una y la mayoría no tiene ninguna, incluso los que pueden identificar su pasión no tardarán en darse cuenta de que hacerla coincidir con su trabajo no los hará tan felices como creen”, reflexiona el escritor por correo electrónico.
Ser percibido como un empleado cien por cien entregado tiene sus ventajas. Una investigación de la Escuela de Negocios de la Universidad de Columbia y la Harvard Kennedy School, liderada por Jon Jachimowicz y Ke Wang, muestra que estas personas son promocionadas antes que otras, y premiadas con formaciones y evaluaciones positivas. Otro estudio, citado por The Economist, asegura que las personas que lloran en el trabajo elevan sus probabilidades de reconocimiento, siempre que este despliegue emocional se atribuya a una gran preocupación por el proyecto.
Pero de acuerdo con los observadores del fenómeno, ser el intenso del lugar también da problemas y pone en entredicho la competencia profesional. Newport señala que hacer coincidir tu trabajo con algo que disfrutas es “un pobre indicador” de que conseguirás ser feliz mientras te ganas la vida. “Las fuentes de satisfacción laboral son mucho más complejas, intervienen variables difíciles de controlar como la autonomía, el reconocimiento y la conexión con otras personas”, dice.
Los investigadores de Harvard y Columbia señalan en sus artículos que las empresas con frecuencia cometen el error de premiar el compromiso en lugar de la capacidad porque se “ciegan” por las muestras exageradas de entusiasmo. En su trabajo descubrieron que, incluso cuando el desempeño de los empleados “apasionados” iba en caída libre, aumentaban sus probabilidades de reconocimiento respecto a sus colegas más discretos o taciturnos, pero quizás más eficientes.
Mostrar excesos de pasión también tiene un precio. En dichos estudios, quienes se mostraban siempre disponibles corrían el riesgo de acabar haciendo tareas totalmente ajenas a su labor, entre ellas traer cafés o hacer recados varios, o de cumplir horarios intempestivos, por ejemplo, responder una llamada a las cuatro de la madrugada para atender a un cliente de Asia. Una encuesta realizada por académicos de la Duke University, la Universidad de Oregón y la Universidad Pública de Oklahoma reveló que los responsables se sentían más cómodos pidiendo a los empleados “comprometidos” que trabajaran horas extra sin cobrarlas. A los que decían amar su trabajo era más fácil pedirles que hicieran labores de limpieza en la oficina, pues —argumentaban los gerentes— las disfrutarían más.
Tampoco es necesario darlo todo en el trabajo. El mantra “Máximo esfuerzo, máximos resultados” empieza a cambiarse por un realista y moderado Óptimo esfuerzo, mejores resultados. Dar el 101% ha quedado demodé, ahora la cifra mágica de la productividad se sitúa en el 85% del esfuerzo. Es decir, dar muchísimo, pero no todo. Según estos nuevos estudios, para ser el mejor no hay que someterse a demasiada presión. Es contraproducente y agotador. Cumplir 8 de cada 10 objetivos puede considerarse una victoria.
Greg McKeown, autor del libro Effortless: Make it Easier to do What Matters Most (Sin esfuerzo: que hacer lo importante sea más fácil), de 2021, es uno de los defensores de la regla del 85%. En su opinión, perseguir el 100% es la causa de la epidemia de agotamiento que contamina la vida laboral: “Es frustrante: abortaremos la misión ante la primera señal de que no llegaremos al máximo”, dice por correo electrónico. En su libro asegura que no habrá grandes diferencias si tomamos una decisión con solo el 85% de la información, o si damos una charla con el 85% de las diapositivas disponibles”.
El éxito de effortless (sin esfuerzo) que propone McKeown no significa vaguear, sino practicar el arte de dar un poco menos, de saber parar cuando hayamos alcanzado el 85% de nuestra capacidad, una cifra a partir de la que se multiplican los errores, probablemente por cansancio, pues nuestra capacidad de concentración cae en picado.
La regla del 85% se probó en los experimentos del equipo de Robert C. Wilson en 2019 en la Universidad de Arizona, publicados en Nature. Los investigadores midieron la tasa de error en el aprendizaje de tareas nuevas y fijaron en el 85% del esfuerzo el momento de mayor claridad y capacidad de aprender. Wilson lo llamó “sweet spot”, un rango “dulce” donde las cosas ya no son fáciles, pero tampoco demasiado difíciles. En el estudio, una red neural aprendía de un cerebro humano; cuando las tareas superaban el 85% de dificultad, la inteligencia artificial imitaba al cerebro: se desmotivaba y tiraba la toalla.
“Confianza relajada y algo de tolerancia a la ambigüedad son las cualidades que hay que cultivar para conseguir parar en el 85% del esfuerzo”, dice McKeown en su libro, que ha sido best seller de The New York Times.
Para instaurar la cultura de llegar a lo óptimo, pero no a lo máximo, los expertos recomiendan a los directivos moderar algunas prácticas. McKeown pide vigilar lo que él ha llamado “lenguaje de alta presión”. Es decir, dosificar los “para ayer”, los “urgente” y los “ASAP” (acrónimo de as soon as possible, tan pronto como sea posible), de los que se abusa en los correos electrónicos de trabajo). Aconseja ser honestos respecto a los plazos de entrega y terminar las reuniones 10 minutos antes. Por último, sugiere que los directivos rebajen también su intensidad y su pasión al 85%. “Mandar un correo un domingo nunca será un mensaje de moderación. No se acabará el mundo por esperar al lunes a las 10.00″.
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