La represión contra los manifestantes en Israel: ¿justicia poética o internalización de la violencia?
La brutal reacción contra sus ciudadanos responde a la lógica de un Estado fundado y perpetuado sobre la opresión de los palestinos
En un artículo de opinión escrito recientemente para el diario israelí de izquierdas Haaretz, la periodista Amira Hass decía que la agitación política y el aumento de la violencia policial en las protestas de masas son un signo de “venganza poética”. “Los dioses”, escribía Hass, “están ejerciendo su venganza poética contra los israelíes que siguen viviendo en paz y armonía —o sencillamente con indiferencia— ante los problemas de los palestinos desposeídos y oprimidos, unos israelíes que han asumido con entusiasmo las excusas sobre seguridad para justificar esta situación”.
El diagnóstico de Hass es razonable, pero no llega lo suficientemente lejos, a pesar del tono irónico con el que el fanatismo monoteísta de muchos partidos que componen la coalición de gobierno en Israel se sustituye por “los dioses” que ejercen la venganza. Parece como si el triunfo de la justicia llegara de fuera en un ejemplo de lo que el autor judío alemán Walter Benjamin llamó “violencia divina”, que desborda el marco de otros dos tipos de violencia: aquella de cuyo ejercicio emanan nuevas leyes y la que se ejerce para proteger las ya existentes. Sin embargo, tengo la sensación de que la brutal represión actual contra los manifestantes israelíes responde a una lógica mucho más intrínseca, propia de un Estado que se fundó y se ha perpetuado sobre la base de la opresión del otro (y no solo coincidiendo con ella); en concreto, del otro palestino.
Hace 30 años, el 13 de septiembre de 1993, el primer ministro israelí, Isaac Rabin, y el negociador de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Mahmud Abbas, firmaron en la Casa Blanca de Washington DC una Declaración de Principios sobre los acuerdos interinos de autogobierno, los denominados Acuerdos de Oslo. En las tres décadas transcurridas desde entonces, el proceso de paz israelo-palestino ha acabado prácticamente muerto. Pero la violencia descontrolada sin un horizonte de paz no se ejerce solo contra el otro, sino que al menos en algunos casos rebota y golpea la propia fuente de esa violencia. El hecho de que una gran mayoría de los israelíes, entre ellos muchos que se consideran “progresistas”, hayan aceptado como inevitable la ocupación de los territorios palestinos es más que una aceptación. Es consecuencia de un sistema de represión psíquica individual y colectiva.
Detrás de la fría fachada de indiferencia se esconden las contradicciones no resueltas de coexistir en una comunidad política polarizada, con distintos grupos de población que tienen poco o nada en común, y en un Estado que se encuentra en situación de guerra permanente, sumido en la violencia no disimulada y la ocupación militar. A largo plazo, la represión es insostenible: lo reprimido siempre reaparece, muchas veces de forma sorprendente, inesperada o incluso distorsionada. Y es imposible elegir entre los elementos que vuelven: es inevitable que las contradicciones reprimidas de una comunidad política polarizada irrumpan al mismo tiempo que la cuestión reprimida de la ocupación militar.
La tormenta perfecta para una guerra civil
Mientras tanto, el pasado domingo 17 de septiembre, los israelíes protestaron contra el golpe judicial del Gobierno por trigesimoséptima semana consecutiva. Aunque en las manifestaciones predominan las banderas israelíes (y alguna que otra LGBTQ+) y hay una llamativa falta de símbolos palestinos, la sombra de la ocupación está presente. Pero esa presencia no se ve en la solidaridad con los palestinos y su acogida por parte de los autoproclamados defensores de la democracia israelí, sino en la represión de la voluntad política con medios violentos refinados durante décadas de ocupación.
Por ejemplo, el 25 de julio, por primera vez en la historia, la policía israelí utilizó el arma no letal conocida como “la mofeta” contra manifestantes israelíes. “La mofeta” es un invento del Ejército israelí que se utiliza contra los manifestantes en los territorios ocupados de Cisjordania desde 2008. Comercializada por la empresa Odortec, se ha dicho que es “peor que las aguas residuales sin tratar” y “como una mezcla de excrementos, gases nocivos y un burro en descomposición”. Es significativo que las mismas tecnologías que se han desarrollado y utilizado contra los palestinos se empleen ahora contra los manifestantes israelíes. Esta es una muestra concreta de lo que llamo la internalización de la violencia, el giro contra sí mismo que da un cuerpo político al impulso destructivo desmesurado que antes había dirigido contra un grupo externo.
Existe cierto paralelo con lo que está empezando a ocurrir en la guerra de Rusia contra Ucrania. El motín abortado de Evgeniy Prigozhin en junio y su muerte dos meses después son síntomas de un giro análogo hacia dentro del impulso destructivo. Por supuesto, ya antes de que empezara la guerra abierta de Putin contra Ucrania estaba presente esa violencia interna, en la brutal represión de las manifestaciones contra la guerra e incluso de las protestas individuales, el encarcelamiento y el asesinato selectivo de activistas y líderes de la oposición, la expulsión de otros disidentes y el cierre de los últimos medios de comunicación independientes que quedaban. Pero un enfrentamiento militar lleva la violencia interna a otro nivel hasta convertirla en el posible preludio de una guerra civil.
En el contexto ruso, es previsible que esa posibilidad esté cada vez más cerca, dado que el Grupo Wagner no es la única empresa militar privada del país: los gobernadores rusos se afanan en improvisar sus propios ejércitos regionales, lo que debilita aún más el monopolio de la violencia del Estado central (en este caso, federal). (¿Podría ser que el motivo de la larga pausa en el despido de gobernadores por decreto presidencial debido a la “pérdida de confianza” —tan habitual antes de la invasión de Ucrania— sea que Putin tiene una posición más débil en la política de su país y está preocupado por las posibles revueltas que fueran capaces de instigar los gobernadores caídos en desgracia)?
Las grietas y fisuras aparentemente insalvables de la sociedad israelí también albergan la posibilidad de una guerra civil. En junio (el mes del motín de Prigozhin), el ministro israelí de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, de extrema derecha, propuso que se flexibilice “la burocracia de las armas” y se le proporcionen a la población civil, en teoría por la amenaza creciente de atentados terroristas. En el clima de divisiones irreconciliables a propósito del golpe de Netanyahu al sistema judicial y por el futuro del país, una medida así aumentaría las probabilidades de enfrentamientos sangrientos entre representantes de distintos bandos políticos, polarizados hasta el extremo. Para no hablar de que la sociedad israelí ya está muy militarizada, debido al largo servicio militar obligatorio para los jóvenes de ambos sexos.
En 1946, dos años antes de la creación del Estado de Israel en varias partes de los territorios pertenecientes a la Palestina del mandato británico, el activista, anarquista y pacifista judío Natan Chofshi escribió en un artículo titulado “Hacia el abismo”: “Si no llegamos a un entendimiento con nuestros vecinos árabes, estaremos construyendo sobre un volcán y todo nuestro trabajo estará en peligro”. Por desgracia, nadie hizo caso a las palabras de Chofshi: el nuevo Estado de Israel se construyó sobre el volcán de la desposesión y la ocupación. Ahora es posible que las cosas estén empezado a cambiar poco a poco, como muestra el hecho de que hasta un exjefe del Mossad, Tamir Pardo, ha dicho públicamente que Israel está imponiendo una forma de apartheid al pueblo palestino.
Sin embargo, en 2023, casi 80 años después de las proféticas palabras de Chofshi, el volcán de la ocupación ha entrado en erupción con nuevas fuerzas y la lava que desprende está enterrando, más que nunca, el proyecto político construido de forma precaria en sus laderas. Si no se aborda y corrige la ocupación israelí de los territorios palestinos, las protestas en favor de la democracia en Israel no servirán de nada. Peor aún, correrán peligro de terminar quemadas, tapadas y silenciadas por la misma lava de la violencia política que el pueblo palestino sufre desde hace tantas décadas.
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