Los incendios. ¿Por qué estamos tan paralizados?
Cuánto ha cambiado la idea de un verano tumbado en una playa, frente a esta imagen apocalíptica ocurriendo en tiempo real que nos depara la emergencia climática
Cuando era niña Bogotá era una ciudad muy fría. Recuerdo salir bajo la neblina de las seis de la mañana a tomar el bus del colegio con bufanda, guantes y gorro de lana. Era usual pasar de las heladas durante la madrugada, al sol picante en el patio a eso de las diez. Entonces había que quitarse un montón de prendas. A eso de las cuatro caía un aguacero que era el preámbulo de una noche helada, y así.
Crecí pensando que vivir las cuatro estaciones en un solo día, sin orden ni horario, era cosa de todo el mundo. Solo años más tarde, cuando un amigo norteamericano me preguntó por qué no miraba el pronóstico del tiempo antes de salir, entendí que para algunos el clima ha sido un fenómeno impredecible, un sistema fuera de todo control o predicción.
Veo a mi hija de nueve años, en sandalias y manga corta, tumbada en el parque Simón Bolívar de Bogotá. Hace 20 años era impensable andar así a estas alturas de la región andina. Mi niña no reconocería a esa pequeña que fue su madre vestida en las mañanas bogotanas como una esquimal. Pero aunque a veces siento nostalgia y quisiera explicarle lo que fue para mí una ciudad que antes giraba en torno a las chimeneas, no consigo encontrar las palabras para hablar de algo que es al mismo tiempo un duelo y un miedo hacia adelante.
En la noche ceno con mi prima residente en Arizona. Ella me explica cómo a las personas en Phoenix se les queman las plantas de los pies por las temperaturas del asfalto. Habla de pabellones de quemados, de termómetros que alcanzan los 48 grados, de daños cerebrales, hepáticos, respiratorios, de las cifras de muertos, de su vida allá, siempre encerrada en espacios interiores con aire acondicionado a tope. Hablamos de cuánto ha cambiado la idea de un verano tumbado en una playa, frente a esta imagen apocalíptica ocurriendo en tiempo real.
Y no llegamos a hablar de los incendios en Túnez, Grecia o Italia. Tampoco del dengue, disparado en Perú por cuenta del cambio climático, o de los niños muriéndose en la Guajira, al norte de Colombia, ya no solo por desnutrición sino también por las sequías. No hablamos de bosques en llamas, ni de desplazados huyendo entre nubes de polvo. No hablamos de damnificados ni de escombros, tampoco de madres abandonando su propia casa incendiada con bebés en los brazos.
Cuando nos despedimos, decido caminar un poco. No hace frío, tampoco calor. Todo un privilegio. Además, estoy en un sector de la ciudad donde puedo andar un par de cuadras sin temor a que me roben el teléfono, otro privilegio. No puedo evitar la sonrisa irónica al pensar en la culpa que cargamos quienes sobrevivimos en el menos peor de los mundos en este planeta.
En Bogotá empieza a llover como si el cielo se fuese a venir abajo. Alcanzo a entrar al edificio justo antes del chaparrón. Pienso en los árboles que caerán esta noche, con sus millones de años enraizados a este planeta. ¿Por qué estamos tan paralizados?, ¿por qué no hemos sabido hacer de la lucha contra el calentamiento global una causa colectiva y urgente? Entro al apartamento y veo a mi hija esperándome en el sofá, somnolienta. Le ofrezco acompañarla a su cuarto. Es tarde. Si el tiempo mejora, mañana iremos de excursión tal como habíamos acordado. Amanecerá y veremos.
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