Criar gallinas, conectar con ellas, aprender sobre la vida y la muerte
El placer de criar polluelos sigue siendo para la mayoría de las personas un secreto bien guardado. Sin embargo, es una de las formas de vida más acogedoras
Las gallinas son animales polifacéticos. Son fáciles de mantener, nos proporcionan abono y huevos, no ocupan mucho espacio y es divertido observarlas. Criarlas nos enseña sobre la vida y la muerte. Nos permite participar más activamente en nuestro propio ciclo alimentario, sin tener que sacrificar a otro ser vivo para hacerlo. Las gallinas nos ofrecen un punto intermedio: porque es viable tener un pequeño averío en un jardín pequeño, no tenemos que mudarnos a una granja para llevar una vida en mayor sintonía con el mundo natural. Podemos tener nuestra propia pequeña granja aquí mismo, en nuestra parcela urbana.
Para la mayoría de las personas, sin embargo, el placer de criar gallinas sigue siendo un secreto bien guardado. Anunciar que planeas criar gallinas en primavera se suele recibir con entusiasmo entre las subculturas de los amantes de los animales, los jardineros orgánicos y las personas que tengan un huerto urbano, pero habrá mucha gente a la que pueda parecerle un poco extraño. Hemos compartimentado tanto nuestras vidas, poniendo la comida en este rincón, las aficiones en este otro y las mascotas dentro de nuestras casas con calefacción, que la capacidad de combinar todos esos aspectos en un mismo lugar es algo que nos deja atónitos. Antes de los años cincuenta, criar gallinas en un huerto urbano o suburbano no era extraño, aunque, como atestigua E. B. White, la cría de gallinas es una moda que viene y va. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la ciencia fue protagonista, desde la televisión al Sputnik y los antibióticos, la gallina terrestre perdió su protagonismo. Hoy volvemos a encontrarla picoteando y escarbando en los jardines urbanos más modernos de todo el mundo.
Cuando era una niña, mi mejor amiga tenía gallinas en el jardín trasero. Me encantaba coger una cestita para ir a buscar huevos. Si había una gallina dentro de la caja nido, me asustaba un poco. No era lo suficientemente valiente como para meter la mano por debajo de sus cuerpos tan blandos. Tampoco era lo suficientemente valiente como para entrar en el corral. Pero era muy divertido lanzarles premios en forma de comida y ver cómo las aves peleaban y rascaban.
Años después, estudié jardinería orgánica y fui voluntaria en una granja ecológica. Una tarde, me encomendaron la tarea de alimentar con algunas hierbas al nuevo grupo de polluelos. Se me aceleró el corazón cuando me adentré en aquel cálido cobertizo con olor a corral y me dieron dos docenas de polluelos de cinco semanas. ¡Gallinas de verdad! Todavía no lo sabía, pero estaba enamorada. Me había contagiado con la fiebre de las gallinas, aunque los síntomas tardaron en aparecer.
Poco a poco, la idea de criar gallinas yo misma se fue gestando en mi interior. Quería esa acogedora forma de vida propia de una granja, pero sin el enorme coste y la responsabilidad de una granja. Quería que mis hijos crecieran sabiendo no solo de dónde viene un tomate, sino también los huevos y otras fuentes de proteínas. Todavía me acordaba del corral de mi amiga de la infancia, y quería que mis hijos (¡y yo!) conocieran el orgullo y la diversión que supone recoger huevos de nuestro propio jardín. Sin embargo, teníamos poco dinero y yo no sabía muy bien de qué manera podíamos permitirnos un gallinero, cuyo coste de fabricación sería de 350 euros o más.
Me enteré de la existencia de un gallinero de plástico disponible en una gama de colores llamativos, pero decidí que quería tener algunas gallinas más, no solo las dos que podían caber allí. Mi objetivo era tener un gallinero más bucólico. Quería construirlo yo misma, pero me desanimaron mis rudimentarios conocimientos de carpintería y, aunque mi marido me regaló una sierra eléctrica por mi cumpleaños para animarme, no sabíamos dónde conseguir la madera.
Entonces una amiga mía me dio un montón de madera que iban a tirar y que habían heredado con la casa. Nuestros maridos trasladaron el montón de madera a nuestro jardín trasero, donde estuvo durante un mes o dos, bautizado por varias nieves primaverales. Me quedé mirando el batiburrillo de tablas, las apilaba y las desapilaba pensando en un diseño para nuestro pequeño gallinero. Estaba decidida a fabricar nuestro propio gallinero, por muy Robinson Crusoe que acabara pareciendo.
Empecé a darle forma a la casita en mi mente. Investigué sobre razas de gallinas que tuvieran un carácter fácil, que pusieran buenos huevos y que fueran resistentes al frío. Elegí cuatro razas: buff orpington, australorp negra, rhode island roja y una easter egger, y le pedí a un amigo que me trajera las crías para ahorrarme los gastos de envío. Me las apañé para que otro amigo me prestara una jaula para perros en la que criar a mis polluelas.
Una vez instaladas con seguridad, hice los cálculos: mis polluelas tendrían todas las plumas y estarían listas para salir al exterior a mediados de mayo. Tenía hasta entonces para construir un pequeño hogar a prueba de depredadores con mi montón de madera y estanterías viejas. Mientras tanto, nuestras cuatro bolas de pelusas, que no dejaban de piar, me daban una serenata desde su jaula para perros en el suelo del despacho mientras escribía. Mantuvimos a los gatos fuera de la habitación y enseñamos a nuestra hija a cogerlas con cuidado.
Al final, no pudimos posponerlo más. Mientras nuestra hija de tres años jugaba en el jardín (le di un paquete de semillas de zanahorias para que se entretuviera, y esa primavera aparecieron zanahorias en los lugares más inesperados), mi marido y yo fabricamos un pequeño y divertido gallinero con una puerta para los huevos y un nido. (…)
Tener gallinas en el jardín es volver a una época en la que fuimos responsables de nuestros propios recursos. Se trata de la capacidad de producir alimentos en tu propio jardín. Se trata de ser capaz de salir por la puerta trasera en una fresca mañana de primavera, abrir la puerta de la caja nido y recoger un huevo limpio y marrón para desayunar. En el día perfecto, cocino estos huevos de yema oscura con un tomate fresco y algunas hierbas recogidas también en mi propio jardín. He perdido mi miedo infantil a las gallinas, pero su comportamiento inocente y sus preciosos huevos marrones me deleitan de la misma manera que lo hacían cuando empecé a criar gallinas.
(…) Nuestras acciones influyen en nuestra salud, la salud de los que nos rodean y la salud de la tierra. En este punto de la evolución, estamos acabando con la ilusión de que somos seres independientes que podemos hacer lo que queramos. Criar gallinas es un voto a favor de una economía más empática y basada en la naturaleza, es una lección de interconexión, responsabilidad y empatía. Desarrollar una relación con las gallinas es una muestra clara de cómo somos seres independientes y, a la vez, interconectados, lo que Suzuki Roshi definió como “un completo destello en el vasto mundo fenoménico”, seres que se amoldan los unos a los otros en el seno de la inmensidad.
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