Nietzsche o el arte de cultivar las ideas al aire libre
El filósofo alemán hizo gran parte de sus reflexiones en jardines y bosques. Algunas de las grandes obras del espíritu humano se han escrito con la naturaleza como telón de fondo
Friedrich Nietzsche pasaba un rato ocioso bajo un limonero y mascullaba algo para sí. Para los habitantes de Sorrento, aquel huerto no tenía nada de especial, proporcionaba fruta y limoncello, su famoso licor agridulce, pero para el joven filósofo —de treinta y tres años por aquel entonces, en excedencia de su cátedra de Basilea— la arboleda de cítricos era mucho más. Nietzsche se protegía los ojos, rojos y amusgados, del sol del otoño italiano mientras paseaba y ordenaba sus “pensamientos perversos”. Era una parte vital de su rutina filosófica diaria.
Para el delicado autor, prusiano de nacimiento, el día comenzaba con un poco de leche y una taza de té. Después procedía a dictar sus cartas o sus ideas a Albert Brenner, otro joven germano alojado en la Villa Rubinacci que había alquilado la mecenas de ambos, Malwida von Meysenbug. A continuación, Nietzsche se marchaba a dar un largo paseo, a menudo durante horas. Las ideas le venían a la cabeza mientras caminaba o se paseaba bajo las ramas de los árboles, y llegaban en tromba. En sus memorias, Meysenbug describía el febril trabajo de Nietzsche cuando trataba de terminar su nuevo libro antes de que la demencia y la muerte se lo llevaran (vivió otros diez años antes de la primera y veinte antes de la segunda). Décadas después, Meysenbug se tomó la molestia de inmortalizar un detalle: cada vez que Nietzsche se plantaba debajo de aquel árbol concreto, un pensamiento “le caía” en la cabeza. Su biógrafo Curtis Cate dice que a aquel árbol lo llamaban el Gedankenbaum de Nietzsche, o el “árbol de los pensamientos”.
A lo largo de toda su carrera, Nietzsche hizo gran parte de sus reflexiones en jardines, parques y bosques. “Necesito un cielo azul sobre la cabeza”, le decía a su amigo Paul Deussen, “a ver si soy capaz de ordenar mis pensamientos”. Por este motivo era muy particular al respecto de sus hogares, pues habían de ser la perfecta combinación de clima y paisaje. En Niza, a principios de 1887, vio cuarenta casas antes de decidirse por una. Y, una vez instalado, rara vez se quedaba mucho tiempo. Su itinerario anual era una persecución continua e inútil de la climatología perfecta. Cuando la universidad suiza de Basilea le concedió una baja con una pensión por enfermedad en mayo de 1879, Nietzsche salió huyendo a Davos, en las montañas, pero el tiempo que hacía allí no era muy prometedor, así que se trasladó a St. Moritz, en las montañas de la Engadina. “Es como si estuviera en la Tierra Prometida”, escribió con optimismo a su hermana Elizabeth; sin embargo, este edén no tardó en encapotarse de nubes y cubrirse de nieve, así que se dirigió a Venecia, a Marienbad en Bohemia, a Naumburgo en Alemania, a Basilea y después a varias ciudades italianas. “¿Dónde está esa tierra con mucha sombra, unos cielos eternamente azules y unos vientos marinos que soplen con la misma fuerza de la mañana a la noche y sin tormentas?”, le preguntaba a su amigo el compositor Heinrich Köselitz. Nietzsche murió sin haber descubierto jamás su utopía.
Uno de los motivos de la meticulosidad de Nietzsche sobre el lugar donde vivía era la enfermedad. En 1876, antes de su partida a Italia, a Nietzsche le diagnosticaron una ceguera y le recetaron unas gotas de belladona para los ojos. Angustiado, redujo sus lecturas a más o menos una hora diaria, lo que significaba una miseria para un académico como Nietzsche. En parte, este es el motivo de que buscara con ansias la sombra del limonero en Sorrento, para evitar el cansancio de la vista y los atroces dolores de cabeza por el sol italiano. Otra de las razones se debía a que Nietzsche era una especie de solitario al que le afectaban con facilidad tanto los elogios como las críticas. Cuando se publicó Humano, demasiado humano, en 1879, sufrió náuseas y vómitos, una dolencia psicosomática provocada por el hecho de saber que la gente estaba leyendo su libro. Sus relaciones con las mujeres también oscilaban entre el abandono y la depresión mientras él se entregaba a la fantasía del amor o del matrimonio que la realidad se encargó de aplastar más adelante. Tras sus desastrosos y frustrados ménages con Paul Rée y Lou Salomé, Nietzsche enfermó tanto como para estar dispuesto a pegarse un tiro. Por supuesto que el filósofo podía ser ingenioso, afable y carismático en ocasiones, pero no estaba hecho para una relación duradera, y por este motivo anhelaba la soledad. “Que estaría solo cuando llegase a los cuarenta…, al respecto de esto, jamás me he hecho ilusiones de ninguna clase”, escribió a Köselitz en abril de 1884, tras el affaire de Salomé. Para el protagonista de Nietzsche, el epónimo Zaratustra, los bosques alpinos eran una escapada de los “parásitos, cenagales, vapores”, metáforas de cuanto él veía en las ciudades. Herr Professor Nietzsche era un poco distinto. “Nos gusta tanto estar ahí fuera en la naturaleza porque esta no tiene opinión ninguna sobre nosotros”, escribió en Humano, demasiado humano. Para el filósofo, el limonar de Italia era reconfortantemente inhumano: un pequeño Lebensraum, “espacio vital”, o lo que él llamaba en Más allá del bien y del mal “la buena soledad”.
En el paisaje, el filósofo también se buscaba a sí mismo, un Nietzsche “más elevado” que en los bosques y las montañas se revelaba mejor que en las iglesias y las salas de los seminarios. Contaba en La gaya ciencia que su edificio ideal había de tener claustros de tal forma que él pudiera estar más cerca de las piedras, las flores y los árboles, y, por tanto, más cerca de sí. “Desearíamos vernos trasladados a las piedras y las plantas, queremos pasearnos por nosotros mismos cuando caminamos por estos edificios y jardines”, escribió. Esto era en parte una crítica de la arquitectura religiosa, con su simbolismo cristiano que resultaba opresivo para el ateo, pero también se debía a que la naturaleza le recordaba sus propias ambiciones existenciales.
Este proyecto giraba en torno a la radical filosofía de la naturaleza de Nietzsche y sus críticas del pensamiento decimonónico. El ambiente intelectual que se respiraba en aquellos tiempos era de un idealismo a grandes rasgos. La ciencia avanzaba con rapidez y, aun así, muchos científicos, incluido Darwin, seguían siendo deístas que creían que el universo mecánico tenía un inventor sobrenatural. En la filosofía, muchas de las teorías dominantes eran cristianas o estaban inspiradas por tradiciones receptivas hacia el cristianismo, como el platonismo. Otro movimiento popular era el Romanticismo, un credo artístico amplio que a menudo consideraba fundamentales la emoción, la espontaneidad y el organismo. Ambas tradiciones tenían en común la convicción de que la naturaleza tenía un cierto valor o propósito especial que era inteligible para el teólogo, el profeta o el artista.
Nietzsche —piadoso hijo de un pastor y devoto seguidor de Wagner y de otros compositores románticos— se sintió en un principio conmovido por ambas tradiciones, pero terminó viendo su tiempo como una época de autoengaño que de forma errónea otorgaba a la naturaleza unas características humanas como la racionalidad o el sentimiento y que se deleitaba con la sentimentalidad en lugar de una honestidad brutal.
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