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CULTURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Así estrangulan las ‘big tech’ a los creadores culturales

Las grandes tecnológicas aplican a los autores un sistema que los obliga a aceptar retribuciones ínfimas para existir digitalmente

Amazon
Un empleado de mantenimiento de Amazon revisa el inventario en un almacén de Brétigny-sur-Orge (Francia), el 14 de diciembre de 2021.THOMAS SAMSON (AFP/Getty Images)
Patricio Pron

“Las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan” es una de las más firmes candidatas a frase del año. En su carácter de significante vacío, la frase —en realidad, toda la canción de Shakira— es perfecta, un meme hecho canción destinada a convertirse en un meme. Pero también admite una o dos rectificaciones parciales, comenzando por la más importante, la de que, en realidad, las mujeres —y el resto de los creadores— facturan más bien poco. Plataformas como Tidal, Apple y Spotify les pagan entre 0,005 y 0,01284 dólares por cada canción reproducida en ellas. Posiblemente Shakira tenga un arreglo confidencial con YouTube para facturar por tramos, como otros artistas populares; a cualquier otro músico, los 63 millones de reproducciones en 24 horas de BZRP Music Sessions #53 le hubieran granjeado unos 43.470 dólares brutos: 0,00069 dólares por reproducción a repartir entre la cantante, sus dos coautores, el productor y sus agentes.

El modo en que YouTube paga por los contenidos es, sin embargo, solo uno de los muchos ejemplos de las desigualdades que operan en las industrias creativas; más específicamente, uno de cómo las grandes compañías tecnológicas y de contenidos han secuestrado a esas industrias —y, con ellas, al resto de la sociedad— trampeando a los creadores y a su público. Rebecca Giblin y Cory Doctorow, especialista en derechos de autor y escritor y activista respectivamente, explican en un libro reciente, Chokepoint Capitalism (Scribner, 2022; donde aportan los datos usados más arriba), de qué manera empresas como Spotify, Disney, Google, Apple, Ticketmaster, Live Nation, Steam, YouTube, las tres grandes de la industria discográfica —Universal, Warner y Sony—, las cinco grandes editoriales —Penguin Random House, HarperCollins, Simon & Schuster, Hachette y MacMillan—, Meta y, por supuesto, Amazon se han apropiado del mercado de la producción y el consumo de música, la industria audiovisual, la publicidad, la circulación de noticias, las entradas de eventos y festivales, los videojuegos, las aplicaciones de móvil, la industria editorial, los audiolibros y el libro electrónico.

Como escriben Giblin y Doctorow, el modo en que lo han hecho varía de caso en caso —y va desde la conformación de “laberintos de licencias” y el secuestro de los organismos reguladores hasta la absorción de la competencia, la reducción de costes, “la agregación industrial de derechos de autor” y un diseño de software que impide que el comprador en una plataforma pueda “llevarse” sus compras a otra—, pero “todas buscan conseguir lo mismo: bloquear a los usuarios, bloquear a los proveedores, hacer que los mercados sean hostiles a nuevos actores y, en última instancia, utilizar la falta de elección resultante para obligar a trabajadores y proveedores a aceptar precios tan bajos que son insostenibles”. De un lado están los productores de contenidos y los trabajadores; del otro, los consumidores, y, en el medio, las corporaciones, instaladas en el cuello de botella de un “capitalismo de punto de estrangulamiento” que permite a éstas obtener enormes beneficios de ambas partes.

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Un buen ejemplo de cómo se conforma ese cuello de botella es el modo en que Amazon se adueñó del negocio de los libros, tal y como se describe y cuantifica en Chokepoint Capitalism. La compañía de Jeff Bezos se instaló en él presentándose como una alternativa “saludable” a grandes cadenas como Barnes & Noble y, tras reemplazarlas, comenzó a exigir más y más dinero a los editores para que los algoritmos recomienden sus productos. Pero el “golpe maestro” de la plataforma consistió en desarrollar el Kindle y presionar a los editores para que digitalizasen rápidamente sus catálogos. Lo que no les dijo es a cuánto iba a vender sus libros electrónicos, cosa que reveló 17 minutos después del lanzamiento del dispositivo, en noviembre de 2007: poco después de ese lanzamiento, los editores descubrieron que habían cedido sus catálogos para que Amazon vendiese cada libro a 9,99 dólares —­su precio anterior duplicaba esa cifra— y, además, se quedase con la mayor parte de ese dinero. Dos años después, la plataforma ya controlaba el 90% del mercado del libro electrónico, había secuestrado a sus compradores y los editores estaban trabajando para la compañía en lugar de que ésta lo hiciese para ellos.

Amazon se queda hasta con el 60% del precio de venta al público de los libros en su plataforma, siempre según Doctorow y Giblin. Para aquellas editoriales que solo reciben un 40% de los beneficios de su producción, trabajar con la plataforma es una pésima idea, pero no parecen tener alternativa: en este momento, Amazon está detrás de uno de cada dos libros vendidos en Estados Unidos y controla hasta el 80% de las ventas de numerosas editoriales. Y no se trata solo de los libros. Uno de cada dos hogares estadounidenses tiene Amazon Prime y, de acuerdo con un estudio reciente citado por ambos autores, solo el 1% de los suscriptores compara precios: el 99% restante parte de la idea —por lo general, acertada— de que otras empresas no pueden competir con las ventajas de Amazon Prime. Pero también esas empresas asumen esto —entre otras cosas, porque los algoritmos de Amazon ponen por delante los productos que disfrutan de un envío aparentemente gratuito— y acaban aceptando las condiciones de la plataforma. Cuantos más clientes tiene Amazon, más concesiones puede obtener de sus proveedores, los que, a su vez, exprimen a sus propios proveedores —­escritores, editores, correctores, diseñadores gráficos, responsables de prensa, por sólo hablar del negocio editorial— para no perder beneficios. No es accesorio que Bezos haya llamado a su campaña de cooptación del mercado del libro “el proyecto gacela”; se trataba, como explicó a sus empleados, de aproximarse a las editoriales “como un guepardo perseguiría a una gacela enferma”. Quizás el mercado no estuviera indispuesto por entonces, pero ahora sí lo está: como resumió William Deresiewicz en La muerte del artista (Capitán Swing, 2021), “si sólo puedes vender tu producto a una única entidad, no es tu cliente; es tu jefe”.

El de Amazon es el tipo de poder sin responsabilidad que más agrada a las grandes fortunas: es el de determinar quién produce qué, cuánto recibe por su trabajo, quién tiene acceso a él, qué concesiones debe realizar el productor para que su producto tenga visibilidad, cuánto va a pagar el consumidor por él, por cuánto tiempo va a poder utilizarlo, cómo le llega a su domicilio; de forma más general, en qué tipo de sociedad y de sistema económico vivirán las personas, a quiénes votarán y por qué, un asunto de enorme importancia que no debería estar en manos de las big tech y un puñado de multimillonarios sociópatas y narcisistas del norte de California. “La razón por la que los trabajadores creativos reciben una parte cada vez menor de la riqueza generada por su trabajo es la misma por la que todos los trabajadores reciben una parte cada vez menor”, nos recuerdan Giblin y Doctorow, “hemos estructurado la sociedad para que los ricos sean más ricos a costa de todos los demás”.

Perseguir la violación de los derechos de autor en internet es necesario, pero, en su forma actual, no supone eliminar la piratería, sino —­como observó el músico británico Crispin Hunt— dejarla en manos de la industria, que la centraliza con la complicidad de las compañías discográficas y los organismos reguladores y la multiplica con el streaming: cuando las empresas instalan cerrojos electrónicos en los audiolibros, los libros electrónicos y las canciones no es para proteger a los creadores, sino para evitar que los consumidores puedan utilizarlos en los dispositivos de la competencia. Permitir la publicación de noticias en redes sociales no sólo debilita la posición de los medios de prensa y de los periodistas, sino que también hace que estos se vean obligados a producir noticias clickbait, tendenciosas y de mala calidad. Recurrir a playlists es aceptar que sean otros los que decidan qué música escuchamos y por qué, y no es accesorio que a comienzos del año pasado Neil Young, Joni Mitchell y otros músicos retirasen sus canciones de Spotify porque la plataforma apoyaba los bulos antivacunas del pod­caster estadounidense Joe Rogan.

No hay respuestas fáciles a la pregunta de cómo revertir el carácter disruptivo y, en esencia, antidemocrático de las big tech y el capitalismo de punto de estrangulamiento. Pero lo interesante del libro de Giblin y Doctorow es que sus autores se atreven a proponerlas: van del refuerzo de la regulación antimonopolio y un aumento de la presión sobre el Estado para que éste aplique la normativa ya existente contra las prácticas abusivas a la colaboración entre artistas y plataformas —­Bandcamp en la música, Indyreads en el negocio del libro electrónico y el audiolibro, y Stocksy en el de la venta de imágenes fotográficas son buenos ejemplos de qué aspecto puede adquirir esa colaboración—, de establecer tarifas mínimas para los trabajos creativos y que la propiedad de las obras artísticas vuelva de forma automática a sus creadores 25 años después de su cesión a desarrollar nuevas herramientas para compensar económicamente a los creadores de productos artísticos que sean culturalmente relevantes, un mejor asesoramiento legal para los creadores —”el número de piruetas mentales que se necesitan actualmente para explicar cómo un solo stream de una canción llega a los bolsillos de los artistas es casi bizarramente cruel”, afirma el crítico musical David Turner—, una mayor solidaridad entre los actores de la economía creativa —comenzando por los más poderosos: Taylor Swift, quien reparte sus ingresos en Spotify entre artistas jóvenes y consiguió forzar a Apple Music a que pagase a los músicos por las escuchas de sus canciones en modo de prueba, es un buen ejemplo de cómo la suma de acción colectiva y visibilidad individual puede marcar la diferencia— y un estímulo continuado a formas de propiedad colectiva de las obras.

Giblin y Doctorow proponen, además, la creación de herramientas digitales para que los consumidores de productos creativos y de prensa de calidad puedan adquirirlos directamente de sus productores, el fin de los cerrojos digitales y la compartimentación de dispositivos y sistemas operativos, la sindicalización de los trabajadores de las industrias creativas —como demostró la huelga de guionistas de Hollywood de los años 2007 y 2008, la acción colectiva sigue siendo la herramienta más efectiva contra los abusos—, el forzar a Google y a Facebook para que paguen por la distribución de los contenidos, y la creación de organismos financiados por el Estado que sostengan la prensa independiente.

De manera más general, los autores insisten en la necesidad de una nueva internet —descentralizada, pluralista, creativa, menos injusta— y un cambio de mentalidad que haga que las autoridades garanticen el acceso al patrimonio artístico y creativo a todos los ciudadanos sin pasar por los puntos de estrangulamiento de las grandes compañías tecnológicas, así como una presión continuada para que los organismos reguladores de la competencia hagan su trabajo y las corporaciones se adhieran a los criterios de transparencia que operan sobre el resto de las empresas y los trabajadores.

Giblin y Doctorow no son anticapitalistas —de hecho, su argumento principal es que la economía de punto de estrangulamiento vulnera los principios de libre elección y competencia que son intrínsecos de una economía de mercado— y sus propuestas son resultado de una necesidad evidente de que “la conformación de monopolios, la extracción destructiva y la maximización del beneficio” se vea contrarrestada por la confluencia de un puñado de actores sociales que haga posible la subsistencia de quienes trabajan en las industrias creativas. Y también la de esas mismas industrias. El músico y productor musical estadounidense Melvin Gibbs describió el momento actual de la siguiente manera: “En el océano, el plancton tiene que estar sano para que las ballenas sobrevivan [pero] en la industria musical estamos dejando morir al plancton para que las ballenas se alimenten”.

Lo que hace extraordinariamente importante la cultura no es únicamente la calidad y la relevancia de sus productos —que, como demuestra el caso de Shakira, ya están en las últimas, dado el desinterés del Estado y el modo en que la prensa y la crítica ven reducida su función a satisfacer los instintos más bajos de sus audiencias—, sino también el hecho de que esta es el tubo de ensayo de las ideas políticas y los experimentos sociales: lo que sucede en ella tiene lugar tarde o temprano en el resto de la sociedad, y por eso el capitalismo de cuello de botella debería preocuparnos; como saben los riders y los trabajadores de Uber y otras empresas, recuperar la propiedad colectiva, construir plataformas ciudadanas, promover la tecnología compartida y otras nuevas formas de producción común —en líneas generales, deshacer una economía falsamente colaborativa— es cuestión de vida o muerte. No se trata simplemente de devolver las industrias creativas a quienes les otorgan contenido y determinan su valor, sino también a sus clientes, para que estos puedan seguir leyendo libros que se salgan de la norma, escuchar canciones que los arrastren con ellas, ver piezas teatrales desafiantes, experimentar un arte que potencie su capacidad de ver más y mejor dentro y fuera de ellos mismos.


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