Cuestión de finales
Varios huesos de aceituna del martini que no tragué jalonan mi historia personal. Es posible que hoy se añada otro
Hace 16 años, que hoy parecen un siglo, publiqué en este periódico un artículo titulado Cuestión de principios. Hablaba del Dry Martini, “la invención americana de mayor perfección estética”. En realidad, el texto se refería al periodismo. Por entonces parecía preocupante el creciente sectarismo en la industria informativa. Han pasado muchas cosas en esos 16 años.
Mientras escribía aquellas líneas, en octubre de 2007, la tierra empezaba a temblar bajo nuestros pies. La Reserva Federal de Estados Unidos se veía obligada a inundar de dinero un sistema bancario que se hundía bajo el peso de unas hipotecas absurdas e irrecuperables llamadas, como aprendimos después, subprime. No supimos detectar la inminencia de la gran crisis de 2008, que acabó con muchas cosas que considerábamos perennes. La lucha de clases, por ejemplo. Ganaron los que tienen, perdieron los que no tienen. Los vencedores se dedican ahora a ensañarse con los vencidos.
El sectarismo de la industria informativa, decíamos. Por entonces, en 2007, Google estaba abriendo al público Gmail, Twitter llevaba pocos meses de existencia, Facebook sólo funcionaba en inglés y aún no había surgido WhatsApp. Los medios de comunicación veían en internet un instrumento para abaratar costes.
Ignorábamos que la polarización política (un fenómeno consustancial a las democracias) iba a convertirse en un juguete del algoritmo, la secuencia de instrucciones informáticas que hoy nos hace llegar el tipo de información que confirma nuestros prejuicios, que nos convence de tener razón y que nos hace ver a quienes no piensan como nosotros como unos pocos idiotas peligrosos.
La industria informativa, salvo unos pocos gigantes anglosajones, alguna excepción francesa y un puñado de pequeñas empresas más o menos independientes, son hoy las redes sociales. Manejan la publicidad, manejan lo que se difunde y lo que se oculta, nos manejan a nosotros.
En aquel viejo artículo de 2007 se decía lo siguiente: “Un diario es, sobre todo, un negocio. Secundariamente, es un instrumento de poder. En ocasiones funciona también como servicio al lector”. Conviene rectificar ese párrafo y adecuarlo al presente. Un diario es, sobre todo, un negocio ruinoso. Secundariamente, es un instrumento del poder. Y sólo puede justificar en el servicio al lector su empeño en sobrevivir contra toda lógica.
El asunto está peliagudo. Un diario, por utilizar el término clásico, es un artefacto racional en un mundo irracional. Debe ofrecer hechos cuando lo que se demanda mayoritariamente es emoción. Existe la posibilidad de que los “medios serios” (otro término clásico, para distinguirlos de los que se dedican al entretenimiento informativo o al bulo por encargo) vuelvan a ser como aquellos boletines del siglo XVI que recopilaban noticias militares y comerciales y se vendían a los poderosos. Recuerden: a los que mandan sí les interesan los hechos.
En aquel artículo con el Dry Martini como trampantojo se decía también que cuando la aceituna del cóctel lleva hueso, “la única opción caballerosa consiste en tragárselo”. Falso. Cuando el martini es especial, por la compañía o las circunstancias, el hueso puede guardarse en el bolsillo y conservarse para siempre. Yo mantengo una pequeña colección de huesecillos que jalonan mi historia personal. No parece imposible que hoy añada otro ejemplar.
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