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El primer deber de un ensayista es generar placer

¿Cómo debe ser un ensayo?, se pregunta el crítico irlandés Brian Dillon en su último libro. Y encuentra en Virginia Wolf parte de la respuesta: debe hechizarnos con la primera palabra y despertarnos, renovados, con la última

Michel de Montaigne
El busto del filósofo Michel de Montaigne en la biblioteca de Burdeos en septiembre de 2016.GEORGES GOBET (AFP/Getty Images)

El ensayo, como nos informan todos los ar­tículos, tratados y conferencias sobre el tema, es etimológicamente una prueba o comentario textual ingenioso sin pretensión de ser definitivo ni ambición de agotar su tema. En realidad, este es un tópico tan grande en la cháchara crítica y periodística sobre la forma que ha terminado ocultando gran parte tanto sobre el ensayo como sobre la naturaleza de la obra y del experimento. El hecho de que el ensayo sea una tentativa o un enfoque provisional está más que demostrado y, como el definitivamente nada ensayístico G. W. F. Hegel dijo una vez, lo que se sabe de manera informal no se sabe como es debido para nada. ¿Cómo llegamos del verbo francés essayer a esta forma de pensamiento y palabra más o menos consolidada?

Según el crítico suizo Jean Starobinski en su artículo ¿Se puede definir el ensayo?, de 1983, essayer se remonta al siglo XII y proviene de la raíz latina exagium, que significa balanza. Starobinski dice: “Intentar’ deriva de exagiare, que significa pesar. Parecido a este término encontramos ‘examen’: aguja, tira larga y estrecha en la caja de la balanza, por tanto, consideración sopesada, control”.

Dicho de otro modo, el ensayo es antes que nada un tipo de medida o de juicio, no tanto una prueba de sí mismo o de sus competencias o de las facultades de su autor como un pesaje de algo exterior a él, es decir, ensayar es valorar. (También ha significado, históricamente, un florecimiento, un preámbulo y un ejemplo. También el pecho o la pechuga de un ciervo.) Pero estas agujas, los instrumentos de precisión con los que se supone que el ensayo naciente tiene que hacer su trabajo (al menos según la leyenda etimológica), empiezan a proliferar ahora: “[…] otro significado de examen designa un enjambre de abejas, una bandada de pájaros. La etimología común sería el verbo exigo, expulsar, perseguir, requerir luego. ¡Qué tentador que el significado nuclear de las palabras actuales resultara de sus significados del pasado remoto! El ensayo bien podría ser también un sopesar exigente, un examen atento, aunque también un enjambre verbal del que uno libera a la creación”.

El ensayo es diverso y distinto; abunda. Pero, por supuesto, también prueba. Y renuncia. Son muchos los pasajes en los que los grandes ensayistas anuncian (o denuncian, porque a los ensayistas a veces los avergüenza ser ensayistas) la naturaleza tentativa de su método o forma. Eso le ocurre a sir William Corn­wallis, que publicó dos recopilaciones de sus ensayos a principios del siglo XVII: “Lo mío son ensayos, yo que no soy sino un aprendiz recién destinado a la inquisición del conocimiento y uso estas páginas como utiliza una tabla el ayudante de un pintor intentando que se compenetren su mano y su imaginación. Es una manera de escribir muy acorde con propuestas sin digerir o con una cabeza que no conozca su poder, como un recadero cauteloso se esfuerza al comenzar o la prudencia degusta antes de comprar”.

La brevedad de los ensayos, que observa su apogeo formal en los aforismos, tiene para Francis Bacon “[…] muchas virtudes excelentes, a las cuales no alcanza la escritura sistemática. Pues, en primer lugar, pone a prueba al escritor, revelando si es superficial o profundo: porque los aforismos, salvo que sean ridículos, no se pueden hacer si no es con el meollo y médula de las ciencias, ya que no tienen cabida en ellos ni el discurso ilustrativo, ni las enumeraciones de ejemplos, ni el discurso de conexión y orden, ni las descripciones de práctica”.

Pero aquí surge el conflicto del ensayo como forma: aspira a expresar la quintaesencia o el quid de su asunto, por tanto, a una especie de brillo e integridad y, al mismo tiempo, quiere insistir en que su ámbito es parcial, que ser incompleto es un valor en sí mismo, ya que refleja mejor la naturaleza valiente y curiosa, si bien vacilante, de la mente escritora.

¿Qué cohesiona estas tendencias? Lo clásico es decir que es el yo que escribe y recurrir tranquilamente a Montaigne, quien asegura en su ensayo Del ejercicio: “No traigo yo aquí a colación mis doctrinas, sino mi particular experiencia, y no debe censurárseme si la explano: lo que sirve para mi provecho, acaso pueda también servir para el de otros. Por lo demás, ningún perjuicio puede recibir con esta relación la experiencia ajena: expongo solo la mía, así que, si yo hago el loco, es a mis expensas, sin perjuicio de ningún otro, pues es una locura sin consecuencias que muere en mí”.

Este yo es tan contenido como provisional; es tan importante como disperso. Como dice Starobinski, la multiplicidad misma de los ensayos de Montaigne proclama o sanciona algo sobre la forma: que es tanto repetible como múltiple, seriada y surtida. Porque esa es la naturaleza del sí mismo, como nos dice el ensayo Sobre la experiencia. (…)

El ensayismo es tentativo e hipotético y, sin embargo, es también un hábito de pensar, escribir y vivir que tiene fronteras definidas. Esta es la combinación que me atrae de los ensayos y los ensayistas: el espíritu del género dividido entre sus impulsos hacia el azar o la aventura y a la forma concluida, la integridad estética. En El ensayo moderno, publicado en 1925, Virginia Woolf señala que “la forma, asimismo, admite variedad”, pero también que el ensayo tiene o debería tener una compleción que se deriva del requisito de proporcionarle placer al lector: “El principio que lo controla es simplemente que debería dar placer; el deseo que nos impele cuando lo sacamos de la estantería es simplemente obtener placer. Todo en el ensayo debe estar supeditado a ese fin. Debería hechizarnos con la primera palabra y debería despertarnos, renovados, con la última. En el intervalo podemos experimentar las experiencias más diversas de diversión, sorpresa, interés, indignación; podemos elevarnos hasta las cotas fantásticas con Lamb o sumirnos en las profundidades de la sabiduría con Bacon, pero no debemos ser provocados nunca. El ensayo debe sobrepasarnos y correr las cortinas sobre el mundo”.

El género puede y debe ser heterogéneo y extraño a sí mismo, pero su variedad y amplitud no implican que carezca de forma. Una de las cosas que suele contener el ensayo es erudición o conocimiento, pero “un ensayo debe estar tan fundido con la magia de la escritura que no sobresalga ni un hecho, que ni un dogma desgarre la superficie de su textura”.

Los ensayos son íntegros, sin costuras, de buena factura, salvo cuando no lo son, cuando se fracturan y malogran y se abren a la posibilidad de que no gustarán. Por supuesto, ambas tendencias pueden convivir en el mismo ensayo, como en el caso de la propia Virginia Woolf.

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