Cosas de pobres
En los años ochenta, una época espantosa que ahora nos gusta recordar con benevolencia, la heroína era un problema devastador
Hace algún tiempo, unos 40 años, investigué para El Periódico de Catalunya una asociación dedicada a la rehabilitación de toxicómanos. Se llamaba El Patriarca porque así llamaban a su fundador, propietario y gurú, Lucien Engelmajer, un antiguo vendedor de muebles. A principios de los ochenta, una época espantosa que ahora queremos recordar con benevolencia (conviene leer Madrid, 1983, de Arturo Lezcano), la heroína se había convertido en un problema devastador. En Madrid se registraban 50 o 60 atracos diarios, casi todos ellos cometidos por yonquis.
No hizo falta mucho trabajo para descubrir que Engelmajer estaba acumulando un formidable patrimonio personal sin pagar impuestos. Sus métodos eran bastante brutales, la asociación funcionaba como una secta y empezaban a circular denuncias sobre violaciones cometidas por el propio Engelmajer y algunos de sus colaboradores.
(Varios tribunales franceses condenaron en 2007 a Lucien Engelmajer por abusar sexualmente de menores y por malversación, blanqueo de dinero y falsificación de documentos; él vivía en Belice, donde murió, con más de 70 millones de euros en paraísos fiscales, ese mismo año).
Los reportajes que publiqué entonces, 40 años atrás, fueron muy mal acogidos por El Patriarca y su asociación. Amenazaron con querellas y con palizas. Finalmente me invitaron a una reunión con madres y padres de toxicómanos, más o menos un centenar de personas enfurecidas. Traté de explicar lo que había descubierto mientras el fotógrafo que me acompañaba trataba de sacarme de ahí, susurrándome al oído “van a lincharnos, van a lincharnos”. La cosa fue áspera pero no hubo linchamiento.
A esos padres y madres, casi todos pobres (entonces aún no se los llamaba “clase media trabajadora”), les daba igual que Engelmajer los estafara o defraudara a Hacienda o incluso que sus hijas fueran violadas. Esa gente había sufrido robos y palizas por parte de sus propios hijos. Estaban arruinados y aterrorizados. No existían políticas públicas o centros más o menos regulares para hacer frente al desastre de la heroína y El Patriarca les ofrecía una solución. Una madre me enseñó la cicatriz abdominal de una puñalada infligida por su hija, enloquecida por la abstinencia. “Lo que sea con tal de que mi hija no vuelva a casa”, dijo, entre llantos e insultos al periodista.
Lo que yo contaba en mis reportajes era verdad. Lo que yo no contaba en mis reportajes, la agonía y el terror que se vivían en los hogares humildes destruidos por la heroína, también era verdad. Y era una verdad quizá más terrible que la otra. Yo podía tener razón. Ellos la tenían también al decir que si las autoridades cerraban El Patriarca volvería a empezar su calvario. No podían ni confiar en que encarcelaran a sus hijos: en las prisiones, con un 90% de reclusos a la espera de juicio, ya no cabía nadie más.
Aprendí con todo aquello que la realidad suele ser muy compleja y que los periodistas (más o menos urbanos, más o menos leídos) tendemos a subestimar algunos aspectos de esa realidad, sobre todo los relacionados con las personas más pobres, incultas o desesperadas. Por eso nos pasamos la vida sorprendiéndonos y escandalizándonos.
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