El culebrón eterno
Los Windsor, antes apellidados Saxe-Coburg-Gotha, se dedican fundamentalmente a destriparse los unos a los otros
La serie televisiva británica Coronation Street empezó a emitirse en diciembre de 1960. El primer episodio de EastEnders se emitió en febrero de 1985. Ambos culebrones siguen en marcha y ejercen una fascinación irresistible: permiten contemplar a lo largo de los años cómo el actor infantil crece, madura, hace cosas buenas, hace cosas malas, envejece y muere (igual que su audiencia). No existe nada parecido en el mundo, salvo el culebrón de la familia real británica. Que es mejor y gusta más al público, en el Reino Unido y en todo el planeta.
El último giro argumental de la serie que podríamos llamar “Los Royals” está protagonizado por Harry Windsor, hijo del actual rey y hermano del heredero. Su libro En la sombra (Spare) es, por supuesto, el más vendido en el mundo. Resulta lógico, porque Harry destripa a su célebre familia y porque el texto es de alta calidad: su auténtico autor, John Joseph Moehringer, responsable también de la excelente autobiografía de André Agassi, Open, es el mejor en su género y no se pone al teclado por menos de un millón de dólares.
Lo del destripamiento no es ninguna novedad. Los Windsor, antes apellidados Saxe-Coburg-Gotha, se dedican fundamentalmente a eso: a destriparse los unos a los otros. Quienes son alejados de la familia lo hacen a través de libros (¿recuerdan Diana, su auténtica historia, de Andrew Morton?) y entrevistas a pecho descubierto; el núcleo central de los Windsor prefiere hacerlo a través de la prensa, filtrando de forma anónima historias salvajes, ciertas o falsas, atribuidas a “fuentes de palacio”.
No se ensañan por vicio, sino por necesidad. El interés planetario por las peripecias de la familia real británica constituye un factor imprescindible, pero secundario. Lo esencial consiste en que los Windsor no se dedican a otra cosa que al cuidado de su imagen. Su imagen es la que refleja la prensa, continuamente necesitada de noticias de palacio, cuanto más tremendas, mejor. Y para que la feroz prensa británica (capaz de “pinchar” los teléfonos de los Windsor) hable bien de uno, o no hable, hay que ofrecerle carnaza sobre otro.
Carlos y Camila eran, cuando Diana murió en aquella infernal persecución parisiense de los paparazis, los villanos del culebrón. Ahora ya no. Son rey y reina y sientan con frecuencia a su mesa, como amigos, a individuos de la catadura de Piers Morgan o Jeremy Clarkson, antiguo presentador del programa automovilístico Top Gear. No es casualidad que Clarkson, un patán racista y violento, escribiera en The Sun que soñaba con el día en que Meghan, la esposa mestiza y estadounidense de Harry, fuera “obligada a desfilar desnuda por las calles de todas las ciudades británicas mientras la multitud le arrojaba puñados de excremento”.
Carlos, con el que la prensa se ensañó durante décadas, ha aprendido a jugar el juego, eso que los teóricos llaman “simbiosis entre la familia real y la prensa popular”: mientras el público odia a otro, no te odia a ti. Da igual que el odiado sea tu propio hijo. No es nada personal, son juegos de relaciones públicas urdidos por equipos de asesores que cobran fortunas.
Las cosas cambiarán en futuros episodios. El espectáculo debe continuar.
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