La distancia entre Bartlet y la realidad
Un político profesional es, por definición, alguien seriamente ególatra y con ansia de poder. Son rasgos necesarios para desempeñar ese tipo de ocupación


La serie televisiva El ala oeste de la Casa Blanca se emitió entre 1999, aún en la era de Bill Clinton, cuando el presupuesto estadounidense registraba un superávit y el gran problema nacional giraba en torno a una felación, y 2006, cuando el país había declarado una guerra al terrorismo e imponía al planeta su propio terror. Muchas cosas cambiaron entre 1999 y 2006, pero, incluso perdiendo audiencia cada temporada, El ala oeste de la Casa Blanca mantenía el éxito comercial: los anunciantes se peleaban por adherirse a una emisión que hacía babear a los progresistas acomodados, los mejores consumidores en cualquier sociedad.
El presidente de aquella ficción, Josiah Bartlet, interpretado por Martin Sheen, encarnaba el sueño húmedo de cualquier votante progre e incluso de una cierta derecha: premio Nobel de Economía, hiperinteligente, religioso, buen chico, demócrata pero moderado, dispuesto a entenderse con rivales ideológicos. Comparar al presidente de la serie con el de verdad en la época, George W. Bush, un cateto rodeado por una corte siniestra (Dick Cheney, Donald Rumsfeld), encogía el corazón.
Los grandes políticos siempre fueron escasos y casi siempre surgieron de circunstancias excepcionales. Nelson Mandela, abogado y militante antirracista, pasó 27 años encarcelado. Václav Havel, dramaturgo, fue perseguido con saña por el régimen comunista. Pepe Mujica, sin otra formación académica que la escuela primaria, había sido guerrillero. Incluso figuras más discutibles, como las de Winston Churchill o Charles de Gaulle, adquirieron una estatura totémica porque en una guerra mundial hicieron lo que había que hacer. Tal vez Volodímir Zelenski, actor y productor aupado a la presidencia por un oligarca, llegue a alcanzar un nivel similar.
Un político profesional es, por definición, alguien seriamente ególatra y con ansia de poder. Son rasgos necesarios para desempeñar ese tipo de ocupación. ¿Qué le pedimos a un político? Que sepa más o menos dónde va, que no mienta demasiado, que abuse lo menos posible de su ocupación, que se rodee de consejeros competentes y que se estudie los temas para no meter mucho la pata. No pedimos la generosidad de un Mandela, la sabiduría popular de un Mujica o la altura ética de un Havel. Nos basta con un mínimo de competencia y de empatía.
Quizá porque voy haciéndome mayor, tengo la impresión de que el nivel decae. Quizá se pueda atribuir al Brexit (y las mentiras que lo provocaron) el asombroso desfile de pijos efímeros por Downing Street. Pero díganme, dejando de lado ideologías, por qué la alternativa a un truhan golpista como Donald Trump tenía que ser un anciano balbuceante y sin proyecto como Joe Biden. Por qué detrás de un tecnócrata que jamás ha dejado de pisar moqueta como Emmanuel Macron aparece la opción de una ultraderechista, Marine Le Pen, con más voluntad que talento. Por qué, cuando los poderes públicos son más necesarios que nunca (no hace falta que les recuerde cómo está el mundo), sus representantes son tan mediocres.
Y ahora díganme por qué una formación que parece contar con todas las facilidades para ganar las próximas elecciones españolas, el Partido Popular, ha elegido como líder a un señor incapaz de abrir la boca sin equivocarse y provocar vergüenza ajena.
Las cosas cambiarán, seguramente. No creo que puedan mejorar.
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