L de Lula, V de victoria
El presidente electo de Brasil tiene instinto para usar esa campechanería que tanto chirría cuando la inculca un asesor de imagen. El lenguaje de sus manos permite trazar el perfil de un hombre pegado a la calle
Muchos españoles siguen entrecomillando el “Lula” que va entre Luiz Inácio y da Silva: señal de que el presidente de Brasil se ha convertido aquí a la vez en un icono y un malentendido. Es verdad que ambas cosas son casi sinónimas, pero también que los equívocos así son más frecuentes de lo normal cuando tratamos con Brasil, tan engañosamente cercano pero tan ajeno como su idioma, lleno de palabras que no significan lo que parecen significar.
Porque en 1982 Lula fue a los juzgados para transformar su apelido (que es como allá llaman a los sobrenombres) en un sobrenome (que es como allá llaman a los apellidos) oficial con el que presentarse a las presidenciales. En Brasil todo el mundo lo sabe y Lula se escribe y se entiende sin nuestras comillas profilácticas: ni Luiz Inácio da Silva es sinónimo de Lula, ni Lula significa lo mismo dentro que fuera del país. Sus cien avatares (el expresidiario, el resucitado, el estadista mundial, el campeón de los desheredados, el sindicalista guerrero, el centrista convencido, el visionario apasionado, el político astuto y superviviente profesional) han ido fraguando a lo largo de cincuenta años en la vida política del país. Y en la imaginación colectiva del Brasil se presenta saturado de leyendas y facetas que se emborronan en la distancia.
Recordé estos días de campaña, y tras su bendita y agónica victoria, muchas fotos famosas de Lula en muchas campañas. Entroncaban en una larga tradición hagio-fotográfica que recuerda hasta qué punto el poder, desde Gandhi y Nehru pasando por Kennedy, por Mao y Stalin y hasta por Margaret Thatcher, ha posado para las cámaras como peaje indispensable de legitimación. Pero es difícil ofrecer una imagen monolítica de un personaje como Lula, que es ya legión y millones. Doscientos, por lo menos: tantos como brasileños conocen su historia al dedillo.
Nunca mejor dicho, si nos atenemos a los gestos informales de sus manos que identifican a su personaje. Por ejemplo, el pulgar alzado sobre el puño cerrado, gesto callejero y brasileñísimo: ese thumbs up que allá significa “gracias” y “todo bien” y “hasta la vista” y mil cosas más y que unifica el vasto Brasil tanto como el portugués o —por lo menos hasta la explosión de los evangélicos— el catolicismo (y volveré sobre el catolicismo). Un pulgar presidencial muy presente que en Brasil alude inevitablemente al meñique ausente: el dedo tronzado en sus tiempos como tornero en las siderúrgicas paulistas se vuelve herida de guerra, presencia latente y sello de autenticidad de las palabras de un obrero que literalmente se dejó la piel en lo que hacía.
Lula ha alzado informalmente el pulgar para pasar revista a tropas, para despedirse de altos dignatarios, para saludar a sus fieles en sus victorias. ¿Hasta qué punto son estudiadas y “oficiales” esas rupturas del protocolo? Probablemente a estas alturas ni Lula, uno de los más consumados actores políticos (y dramáticos) que el mundo ha conocido, sabría decirlo. Y tampoco importa demasiado. Lo que cuenta es la aptitud para el consumo interno de sus aparentes meteduras de pata y de sus frases a la pata la llana, espléndidas de concisión casi poética, como cuando dijo aquello de que la crisis de 2008 era culpa de los rubios de ojos azules.
Lula administra con tino instintivo las dosis justas de campechanería que tanto chirrían y tan contraproducentes resultan cuando las inculca un asesor de imagen. Ni siquiera Bolsonaro conecta tan instantáneamente, sin comillas ni cursivas, con sus compatriotas. Lo amarán u odiarán por eso, pero el caso es que todos, del patricio paulista al nordestino paupérrimo, reconocen al instante la lengua de signos de las manos de Lula.
En la carrera política, como quizá en la artística y desde luego en la amorosa, no sólo las virtudes sino los defectos —sobre todo los defectos— deben conspirar para el éxito. Lula ha hecho virtud y receta y piedra filosofal, con el tiempo, de lo que en otro serían vicios: su obstinación, su improvisación, su indefinición, su supuesta incapacidad para el refinamiento pérfido y las comillas que traslucen sus fotos informales en salones presidenciales y recepciones de alto copete, su aparente falta de diplomacia y de diplomas: tampoco el inmenso novelista Machado de Assis los tuvo y fundó la Academia Brasileña de Letras, como él mismo se encarga de recordar a veces.
Cuando está en campaña, Lula se sumerge en la masa que podría aplastarlo sin miedo, sin escoltas ni papamóviles. El mar de manos y de caras sudadas lo engulle, amenaza con triturarlo y sin embargo lo devuelve intacto al lugar del poder. Intacto no: sobado y manoseado y restaurado en su imagen casi santificada. El baño de multitudes —de sudor y de mocos y lágrimas— lo unge y transforma en uno de los mil taumaturgos y santos laicos que una parte importante de los brasileños parece reclamar para la gestión política. Impone manos, bendice bebés, repite la señal de sus partidarios: esa persignación sui generis que consiste en armar, con los dedos de ambas manos, la ele de Lula. Que es también, claro, la V de victoria. Siempre las manos y los dedos (los que faltan, los que se suman) de un poder que se presenta nacido del trabajo manual y no del índice que elige a dedo.
Por eso durante estas elecciones y durante esta difícil resaca electoral que se avecina Brasil recuerda tanto a unos Estados Unidos del sur (yo añadiría un pellizco de la vastedad y diversidad de La India y una francofilia sentimental en las elites que se desvanece rápidamente). Su nacionalismo con riesgo de ombliguismo, su gusto periódico por líderes mesiánicos (¿herencia inconsciente del sebastianismo portugués?), la mezcla de política y religión a la que Lula nunca ha hecho ascos. Deus te abençoe, rezan las pancartas de muchos seguidores. Y Lula mismo reconoce que en sus victorias siempre ha mediado la graça de Deus. En cualquier caso, sí que lo han hecho las bases de una Iglesia católica popular que en Brasil reinventa una Teología de la Liberación que en la ensimismada Europa suena a cosa de los tiempos de la yenka.
Al final, cualquier intento de resumir los muchos Lulas (y de brasileños, y de Brasiles) posibles suena torpe y huele a gringo. Siguiendo angustiado el recuento electoral del domingo por la noche me acordé también de dos documentales sobre la campaña de 2002 que llevó a Lula al poder y que merece mucho la pena volver a ver ahora.
Peones, de Eduardo Coutinho, entrevistaba a los antiguos camaradas de Lula. No tenía mensaje oficial, pero nada resultaba más elocuente que la mirada hacia atrás y el retrato de los sindicalistas “puros” que lo conocieron desde el principio y no lo han acompañado en su ascenso. Y en Entreactos Joao Moreira Salles grababa por los pasillos, los estudios de televisión, las suites y las salas de maquillaje de la campaña. Su cámara creaba ese espacio a caballo entre lo público y lo privado, lo oficial y lo íntimo, en el que Lula se maneja como nadie. Otra campaña y otro Lula: el que cambió el mono azul por el traje marengo, la camiseta roja por la corbata granate, sin perder por eso un ápice de carisma (al contrario). El que se mueve ante las cámaras y en los despachos y los aeropuertos tan a su aire como entre las muchedumbres.
De aquella peli a esta tercera victoria han pasado veinte años, y millones de Lulas: como en la fábula de los ciegos y el elefante, son todos de verdad y todos un poco inciertos. Le veremos ahora reinventarse en nuevos avatares para afrontar la dificilísima fractura social de su inmenso y formidable país. Pensándolo bien a lo mejor no están de más, por ahora, las comillas antes de la ele de Lula.
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