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Ideas
Tribuna
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“El acento murciano es feo”: qué es la glotofobia y por qué debemos acabar con ella

La discriminación a causa del acento es el último prejuicio, sorprendentemente aceptado entre personas que se dicen abiertas de mente

Glotofobia
Diego Quijano con imágenes de Getty

“Hombre, a ver, el acento murciano es espantoso”. Lo dijo con total tranquilidad. Era el amigo del amigo de un amigo. En aquella fiesta en la que estábamos, decir algo similar sobre cualquier raza o nacionalidad habría sido inaceptable. Sin embargo, nadie decía nada ante lo que ese tipo había dicho. “¿Piensas eso de verdad?”, le pregunté. Quería saber si esa idea era genuinamente suya o la había plantado en él ese martilleo social que en los últimos años ha puesto su foco en Murcia como punto central de la mofa. “No es por nada”, contestó, “es porque es objetivamente feo”. No le rebatí nada porque había usado la palabra indiscutible: objetivamente. Supongo que también pensaba que su “castellano neutro” (no existe tal cosa) era, objetivamente, la forma correcta de hablar, la proporción áurea, el kilómetro cero de las lenguas.

La glotofobia, la discriminación a causa del acento, es el último prejuicio, el resquicio que aún permanece, sorprendentemente aceptado, entre personas que se dicen abiertas de mente, tolerantes. Si los apuras, aún habrá alguno que te diga: “Yo no discrimino a nadie. Si a mí el acento andaluz me encanta, es muy gracioso” (sustitúyase por canario/sensual o por argentino/divertido; la lista de acentos y sus adjetivos estereotípicos es infinita).

A los 18 años, recién llegada a Madrid, me presenté al casting del grupo de teatro de la universidad. La casa de Bernarda Alba. El director me detuvo a la segunda frase. “¿A ti te parece que Angustias podría ser canaria?”. En aquel momento, yo quería ser aceptada, que Madrid me abrazara. No estuve rápida en responder que, si nos poníamos puristas (tendencia que, dicho sea de paso, me parece absurda), Angustias tendría que tener acento de la Vega de Granada. Bajé la cabeza. Todos los seleccionados en el casting tenían lo que tan mal llamamos acento español neutro. A partir de entonces, de forma gradual, mi acento cambió. Esto ya había sucedido años antes, a los cinco, cuando nos mudamos y fui una niña vasca que se volvió canaria para que nadie se riera de ella. Hoy en día, casi nadie sabe ubicar de dónde soy. Como quien rebusca en un recuerdo oscuro del pasado sepultado bajo capas y capas, me pregunto cuánto habrá habido de natural en este proceso y cuánto de autoglotofobia.

Antonio M. Piñero, lingüista de la Universidad de La Laguna, Tenerife, cuyo trabajo fin de máster gira en torno a la glotofobia y las actitudes lingüísticas en jóvenes de Canarias y Galicia, ha entrevistado a grandes muestras de población joven, encontrándose con esta contradicción dentro del propio hablante: “Por una parte, hay muchos casos de percepción negativa del acento que es distinto al propio. Y en este sentido, mucha gente tiene actitudes negativas hacia el español de Canarias. También están los que lo ven sexy”. Y, ya para darle la vuelta a todo, también habría una muestra de población canaria que en las encuestas declaró que no le daría un puesto de trabajo a alguien con marcado acento canario. En muchos lugares conviven esas dos situaciones: el acento centralista y capitalino despierta rechazo, pero, al mismo tiempo, aún hay personas que caen en el lugar común de considerarlo el acento “serio”, el habla del éxito profesional. Frente a este fenómeno de fobia a lo externo y a lo interno, me pregunto si no sería necesario algo así como un “psicoanálisis del acento” que nos enseñase a desengranar esos mecanismos podridos que habitan en nuestro cerebro.

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El otro día, viendo Safo, la pieza teatral de Marta Pazos y María Folguera, me sorprendió gratamente ver que el elenco de actrices tenía acentos distintos entre sí. Para Lucía Bocanegra, sevillana y actriz de la pieza, actuar con su acento fue un choque brutal. Como actriz, siempre había tenido que forzar el acento “neutro”. Fue todo un trabajo integrar la novedad. Ella misma entraba en un conflicto que me suena conocido: por una parte, le parecía muy necesario que se reivindicara eso, la diferencia real, los acentos diversos. Pero persistía esa sensación residual, arrastrada de siglos de centralismo acentual, de “esto no está bien”. De nuevo esa dualidad: el amor por lo propio, pero la certeza de que, de tan propio que es, no puede ser para todos. Imagino a ese director de teatro con el que me topé a los 18 años deteniéndolas a todas en medio de la actuación: “¿A ti te parece que una musa de Safo podría tener acento sevillano?”.

En un momento de la película Toy Story 3, unos personajes malvados le tocan los botoncitos a Buzz Lightyear. Se convierte en andaluz. Por supuesto, en la versión original en inglés, Buzz se estropea y se convierte en latino. Para el resto de los personajes, esto supone un trauma. ¡Hay que arreglar a Buzz antes de que haga más el ridículo! Supongo que este tipo de fenómenos tan normalizados hacen que se extienda silenciosamente la idea de que ciertas formas lingüísticas no son válidas en ciertos ámbitos, que en un congreso tienes que disimular tu acento extremeño, que no puedes ser ministra y cecear y sesear indistintamente, y que si un dibujo animado habla con acento andaluz (y aquí estoy resumiendo en una sola palabra el que es un abanico riquísimo de acentos diversos) es porque es torpe, secundario gracioso o le han tocado un botón y está estropeado. Se corre el peligro de que una persona con un acento considerado no apto para determinado ámbito delegue su voz en personas que sienten que sí tienen autoridad lingüística. Es decir, que se quede sin voz, falta de representación. Eso o la opción oscura: cambiar el acento, perderse a una misma mientras se trepa a duras penas un escalón hacia la hegemonía del habla, hacia la lengua de los poderosos, los aceptados en todos los grupos, los guays de la clase. Y me veo a los seis años, ensayando en casa con el libro de lectura, porque había decidido que ya bastaba de burla, que al día siguiente sería mi estreno en el acento canario. Y a los 18, enredando aún más el nudo, volviéndome otra a marchas forzadas. Porque me habían dado a entender que ser como los otros era la única salvación. Y ahora soy ese nudo enmarañado y lo acepto. Lo observo, intento comprenderlo.

El otro día decía la poeta gallega Luz Pichel, entrevistada por Sergio C. Fanjul con motivo del Festival Poetas, que no habla mejor uno de Valladolid que uno de Buenos Aires, pero que, además, la norma de Valladolid es la que menos se habla. Es decir, que es absurdo que señalemos como minoritario lo que en realidad es indiscutiblemente mayoritario: la diferencia. Condenamos como sociedad (o reímos o exotizamos) las eses aspiradas, el seseo, el canto en la entonación, las palabras que no entendemos, el madrileño que viene al pueblo. Pero lo cierto es que la idea de acento único, aparte de imposible y monótona, es imperialista y no incluye, en realidad, a nadie. Y me pregunto si no estaremos siempre queriendo ser otra cosa distinta de la que somos. Me explico: en España la gente ríe a carcajadas cualquier comentario en inglés de un cantante en medio de un concierto, pero no entiende nada de gallego, se cierra en banda al catalán —aquí hablo de lenguas, pero es la misma cerrazón—, el acento andaluz le parece gracioso, el murciano paleto, cualquier acento latinoamericano de pobres y el madrileño de gilipollas. Nos fascinan los memes que cuentan que en sueco hay un vocablo para nombrar la emoción que se siente antes de un viaje, pero nos da igual saber que en Canarias hay una palabra para el reflejo de los remos en el mar, o que en Galicia, justo después del atardecer, se produce el luscofusco. ¿No será esa falta de interés por las lenguas y las palabras de los lugares cercanos un tristísimo autohablismo, un desear ser siempre otra cosa distinta de la que somos, un sentirnos siempre inadecuados? ¿Hasta cuándo vamos a vivir en un casting en el que ningún papel es para nosotros?

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