La falsa neutralidad
Cuando se desata una guerra en Europa, resulta sórdido apelar a la no intervención porque nos costaría dinero
La política no debe confundirse con la ética. Si Slavoj Žižek tiene razón en algo, es precisamente en eso. La política y las ideologías discurren por vías propias, como sabe cualquiera que haya votado por una candidatura más o menos repulsiva en nombre del bien común, del mal menor o de cualquier prejuicio. La ética es otra cosa. Apela al individuo.
Tampoco debe confundirse al ciudadano con su trasunto económico, el consumidor. El consumidor puede recurrir a la ética y no comprar ciertos productos por determinadas razones: porque proceden de la explotación laboral, o del maltrato a animales, o por lo que sea. Pero andar por la vida como simple consumidor es un mal plan. La condición de ciudadano va mucho más allá de lo que uno consume.
La izquierda, si esa palabra representa aún a algo o a alguien, solía subrayar la diferencia entre el ciudadano y el consumidor. Y aspiraba a representar al ciudadano: el individuo cuya visión del mundo iba más allá del precio de las patatas o del kilovatio, por más importante que fueran (lo son) los precios de las patatas o del kilovatio.
La invasión de Ucrania por parte de Vladímir Putin ha causado trastornos sobradamente conocidos y cabe suponer que esos trastornos se agravarán.
Corren malos tiempos. Algo bastante llamativo, casi desde el inicio de la invasión, es la reacción de una parte de la izquierda que apela a la neutralidad en nombre del consumo. En España y en muchos otros lugares, esa izquierda considera que Rusia y Ucrania deben arreglar las cosas entre ellos y rechazan las sanciones sobre el régimen de Putin, y el apoyo militar a Ucrania, porque encarecen las facturas.
Se trata de un argumento indigno.
Uno puede estar a favor de Rusia porque rechaza la actuación de la OTAN (lo cual es defendible), o porque considera que el auténtico enemigo global es Estados Unidos (cosa también defendible), o por un afecto atávico hacia la antigua Unión Soviética (las cosas sentimentales tienen su importancia), o por cualquier otra razón esgrimible desde la condición de ciudadano. O de ese ser híbrido en que nos hemos ido convirtiendo, el ciudadano-consumidor.
Pero cuando se desata una guerra en Europa, como la actual, resulta bastante sórdido, y del todo ajeno a lo que debería significar la izquierda, apelar a la no intervención (lo que significa de forma implícita apoyar al más fuerte) porque intervenir de alguna forma nos cuesta dinero. Ahí uno renuncia a su condición de ciudadano, y a las engorrosas opciones éticas y políticas, y se reduce a la de consumidor, con un horizonte limitado a qué se puede comprar y por cuánto.
Doy por supuesto que, en el caso que nos ocupa, el disfraz de consumidor es sólo eso, un disfraz. Y que quien aboga por la neutralidad lo hace por razones ideológicas. Razones perfectamente legítimas, cabe decir. Si uno prefiere disfrazarlas, será por algo que a mí se me escapa.
El que esté a favor de Putin y de Rusia, que lo diga. No pasa nada. Está muy bien tomar partido. Está muy mal limitarse a hablar de dinero en cuestiones de vida o muerte, de libertad o de servidumbre.
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