Cecilia Vicuña, la artista precoz que triunfó a los 74 años
Su poética, inspirada por el feminismo, la ecología y el indigenismo ha acabado contectando con la época. Ahora expone en el Guggenheim de Nueva York y lo hará en la Tate londinense
El mar le enseñó una lección a Cecilia Vicuña en el verano de 1966. La entonces adolescente chilena, criada entre bosques y libros, sin zapatos ni restricciones, había afinado los sentidos al lenguaje de la naturaleza. Las olas del Pacífico, en el borde costero de Concón, le arrebataron “en un segundo” la idea de que la tierra era un lugar inerme. “Fue un momento de revelación en el que comprendí que todo me sentía a mí de la misma manera en que yo lo sentía”, recuerda a sus 74 años. Con los pies en la arena, cogió un palo, lo enterró y lo entregó como una ofrenda, a sabiendas de que la marea la haría desaparecer: “Lo planté para decir ‘comprendo’. Así nació el arte precario”.
La toma de conciencia de que la más ínfima intervención forma parte del baile del cosmos ha forjado el trabajo de Vicuña durante medio siglo. Un trabajo marcado por su devoción a la naturaleza. “¿Mi arte qué es? Un reconocimiento de esa responsabilidad, de ese amor absoluto por lo que existe y de que hay que cuidarlo”, explica en una conversación telefónica.
Aquel palo se lo llevó el mar, pero otras “basuritas” —esculturas creadas con desechos—, así como pinturas al óleo, textiles, vídeos y performances forman parte de la muestra individual de Vicuña en el Museo Guggenheim de Nueva York, ciudad donde reside desde hace cuatro décadas. “Ella ha hecho el viaje inverso del arte moderno, que va de lo figurativo a lo abstracto. No por pose, sino porque su argumentación es muy prístina”, apunta el historiador del arte José de Nordenflycht, gran conocedor de la obra multidimensional de la artista. “Sus grandes coleccionistas son asiáticos. Hay una cercanía al budismo. ¿Qué es una basurita? La posibilidad de que un cuerpo material mute y experimente su reencarnación”, añade el profesor de la Universidad de Playa Ancha.
Vicuña rompió las reglas del arte occidental en esa playa, cuando apenas tenía 16 años. En un comienzo la crítica chilena etiquetó sus pinturas como ingenuas, la mayoría de sus pares ignoraron su trabajo y hasta hace poco pensó que moriría siendo una artista invisible. Sin embargo, su poética visual, inspirada en el feminismo, el medio ambiente, el indigenismo y el racismo, ha captado la fina atención de los curadores de hoy y de una nueva generación de espectadores que comparte la lengua revolucionaria de la galardonada con el León de Oro a la Trayectoria en la última Bienal de Venecia.
El remezón de atención, las exposiciones simultáneas y futuras no desordenan la cabeza de la artista. Los relatos de sus recuerdos son tan vívidos y visuales que se puede escuchar el giro de las páginas del libro en el que vio por primera vez una fotografía de un quipu —cuerdas anudadas que las culturas andinas usaban para registrar información—. Un ejemplo de la importancia de ese instante es que el Tate de Londres, donde expondrá a partir de octubre, adquirió el Quipu Womb: 50 hebras de lana roja que cuelgan de un anillo de metal y que representan la menstruación.
En la remembranza de su pasado, narrado siempre con voz dulce y pausada, como quien cuenta una historia a un niño antes de dormir, se puede oler la pintura fresca del mural allendista que coloreó junto a un grupo de compañeras fuera de su liceo en 1964 y hasta ver su expresión de asombro cuando a los 10 años un compañero le dijo que sus deseos de acabar con el abuso en la tierra era socialismo. Nunca había escuchado esa palabra. Cuando llegó a casa le preguntó a su padre, un allendista no militante, qué significaba. Tras escuchar la explicación, respondió: “Entonces soy socialista”.
La política, el activismo han urdido su trayectoria. Las revoluciones de los sesenta en Cuba, Brasil y Chile alimentaron su hambre de justicia y creación. Hasta que el 11 de septiembre de 1973, cuando estudiaba en Londres gracias a una beca, un compañero de la residencia tocó a su puerta en mitad de la noche para avisarla del golpe de Estado de Pinochet. “Se me vino el mundo abajo”, recuerda entre lágrimas. Esa noche, en vela, pintó La muerte de Salvador Allende: Una mantarraya roja —el golpe— gotea la sangre del socialista en medio de un desierto de cadáveres. La obra, que nunca se ha exhibido en Chile, es parte de la retrospectiva de su obra llamada Veroír el fracaso iluminado, que se clausura mañana en Bogotá, tras su paso por Holanda, México y España.
Nunca volvió a vivir en Chile. También supuso el fin de su carrera como pintora. De Nordenflycht sostiene que Vicuña rompe las divisiones del arte. “Puede echar mano de cualquier medio de expresión para instalar su poética. Transita del verbo a la imagen y de la imagen al verbo. El fundamento es lo importante, cómo le da forma llega a ser secundario”, apunta el secretario de la recién creada Fundación Precario, dedicada a preservar el patrimonio que explica las fuentes del pensamiento teórico de la artista.
Su primera muestra individual, en 1971, fue una apología de la muerte. En Otoño, Vicuña llenó una de las salas del Museo de Bellas Artes de Santiago de hojas secas. En esa misma exposición escribió que tener conciencia de la muerte obligaba al ser humano a ser un revolucionario. Cuando era una niña que jugaba en los bosques amaba la llegada del otoño. “Yo miraba vigilante que lo más hermoso de las estaciones era la muerte del árbol, que entra como en un estado de sueño, de sopor durante el invierno”. Ahí se hizo consciente de la muerte. Y ahí comenzó su revolución.
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