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Miradas
Columna
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El futuro ya pasó

En todo el mundo los valores se reacomodan, las fuerzas políticas se redefinen y las personas viven una pérdida íntima

Puerto Rico
La silueta de dos chicos en la playa de Ponce contra el cielo de una puesta de sol, Puerto Rico.Alexandra Paton (Getty Images/EyeEm)
Ana Teresa Toro

Entonces ya podemos viajar en el tiempo. Lo oficializan las imágenes del telescopio James Webb, esa erótica demostración de luz que hemos visto en las pasadas semanas. Asombra la ciencia, la escala y dimensión del viaje; no tanto así la cuestión del tiempo, pues viajar en el tiempo es algo que sabemos hacer hace mucho tiempo.

En una ocasión estaba con un maestro caminando al final de un pequeño muelle en un pueblo del Caribe colombiano. El lugar se parecía a uno similar en la playa de Ponce, municipio al sur de Puerto Rico que mira de frente a las aguas azul claro del mar Caribe, siempre tanto más cristalinas que las aguas azul de tono más oscuro del Atlántico, frente a las cuales se mira desde el norte la ciudad de San Juan. Dos tonos de agua distintos rodean una misma isla, dos ritmos y tiempos distintos la atraviesan de norte a sur.

En aquel muelle éramos un grupo de poco más de una decena de alumnos y cuando llegamos hasta el borde del muelle me tocó caminar junto al maestro. Quería proponerle una reflexión interesante, profunda, yo qué sé, quería parecer digna de estar allí. Entonces, le dije una de esas adolescentadas que una aún dice ya entrada la veintena: “Este lugar se siente como estar en el fin del mundo”. Lo escribo y la mezcla de vergüenza, ternura y pudor que siento por la joven que fui me abruma y complace en igual medida. Él respondió algo en esta línea: “Sí, el fin del mundo está en todas partes. Hay miles de lugares que parecen el fin del mundo, porque el mundo empieza y acaba en todas partes”. Ahora lo pienso y sospecho que él también quería sonar como maestro. Qué mucho nos importa cumplir el papel asignado. Qué mucho nos importa ser lo que corresponde a “nuestro tiempo”.

Como si fuera necesaria mayor confirmación, al caminar de regreso en dirección contraria al mar, unos cuatro o cinco niños de unos 10 años, aproximadamente, emergieron del fondo del muelle. Estaban jugando allí hacía rato, bajo nuestros pasos, como si fueran una especie de sirenos de un tiempo que hace tiempo había terminado para nosotros, pero que allí apenas comenzaba. En ese muelle entendí que viajar en el tiempo era una experiencia mucho más cotidiana que habitar el presente; ese lugar en el que estamos obligados a admitir que nada de lo que nos pasa es particularmente excepcional y que lo único especial y particular que tenemos es el hecho de que no lo somos. El presente es una cuestión plural y estamos ante una cultura que todo lo singulariza.

De ahí que sea tan difícil el darnos cuenta de que el futuro imaginado —sobre todo— a finales del siglo pasado y principios de este, hoy es más pasado que presente. Alrededor del mundo los valores se han reacomodado, las fuerzas políticas retan sus propias definiciones, cada persona vive una íntima pérdida y en las pequeñas repúblicas del hogar se escriben nuevas constituciones que los estados no dan abasto para comprender. Las trompetas de un nuevo apocalipsis ya son un sonido lejano, un ya pasó que no vimos pasar. Estamos viviendo un tiempo nuevo, un futuro que fue y al cual no podremos viajar con la luz. El consuelo es saber que este es el fin de un mundo y todo final trae su purga y, con suerte, algo de alivio o, mejor aún, de silencio.

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