Cuando ver una serie es trabajo
Más que una elección personal, estar al día de ese bombazo de Netflix es una obligación, deberes para maximizar tu potencial
Con veintipocos, siendo periodista autónoma, se encendió una alarma despiadada en mi interior. Una que me recordaba, solícita ella, que mi tiempo no trabajado era dinero perdido. Así que aprendí a exprimir mis minutos libres. Optimicé mi ocio para hacerlo rentable. No me bastaba con estar al día de lo que contaban en la radio, saber qué escritor había ganado el último Booker o qué estreno debía elegir porque sería el que arrasaría en los Oscar. Tenía que trasladar a los demás que conocía todo aquello, llenaba mis conversaciones con todos esos datos para que me vieran como alguien competente culturalmente. Si iba a invertir mi tiempo libre, si iba a malgastar esos minutos que no aportarían ni un mísero euro a mi exigua cuenta corriente, aquello tenía que servirme, darme rédito en algo. La palabra ociosa sonaba a condena. ¿Quedarme sin hacer nada y, ¡encima!, perdiendo dinero y estatus? ¿Qué clase de idiota querría eso?
Ha tenido que pasar más de una década para entender que no estaba sola en el pozo sin fondo de la eficiencia. Gracias a ensayistas como Jenny Odell —artista y profesora de Stanford, autora de Cómo no hacer nada (Ariel, 2020), la biblia de la desafección de la productividad—, entendí que existe un marcador social al que solo unos pocos pueden acceder, ese que la empresaria Kathleen Noonan describió en 2011 como “el poder de desconectar”. Que no hace nada quien quiere, sino quien realmente puede; y que en la sociedad del “siempre disponibles, siempre conectados”, la que ha transformado en privilegio aquello de las “ocho horas para trabajar, ocho para vivir y ocho para dormir”, nuestro supuesto tiempo libre en realidad es trabajo no pagado.
Lo aclara la periodista Anne Helen Petersen en No puedo más (Capitán Swing, 2021), donde pone contexto a “la ansiedad de clase” que supone perfeccionar nuestro yo sin descanso y compartimentar nuestros gustos ante los demás. Porque no importa si no llegas a fin de mes. Tu bálsamo social, el marcador que te salvará, será el de demostrar que sabes lo buena que es la última joya escondida del cine coreano o que también controlas el último filtro de moda en Instagram. Algo que los académicos del ocio ya nos venían alertando, como cuando Staffan B. Linder publicó La acosada clase ociosa en los setenta y detectó el frenético consumo del tiempo libre en las sociedades desarrolladas. Si hace medio siglo un burgués aspiracional debía dedicar su domingo a “beber café de Brasil, leer The New York Times, escuchar un concierto de Brandeburgo y estar con su pareja, todo a la vez y con más o menos éxito”; hoy en día, como escribe Petersen, la versión actualizada es “la de la mujer que paga siete euros por un batido mientras camina a la clase de yoga escuchando The Daily en sus auriculares y envía los GIF adecuados a su grupo de amigas sobre el próximo fin de semana de chicas”.
Más que una inocente elección personal, estar al día de esa serie de la que todos hablan es una obligación. Deberes para maximizar tu potencial y acallar, por un rato, esa alarma interior que, no importa el tiempo que pase, nunca dejará de sonar.
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