La visita y lo que importa
Lo escandaloso de la visita del emérito ha sido su cobertura mediática, que convirtió un viaje privado en un show


Lo intolerable del caso del rey emérito, don Juan Carlos de Borbón, sigue siendo que pudiera cometer delitos de fraude fiscal, blanqueo de capitales o incluso de posible cohecho, como asegura la Fiscalía que pudo ocurrir, sin que hubiera mecanismos legales para detectarlos y evitarlos. Lo intolerable sería que no se hayan arbitrado ya los mecanismos para evitar que algo así ocurra en el futuro. Y lo que hay que aclarar es si el responsable del CNI durante años, el general Félix Sanz Roldán, tuvo conocimiento temprano de que el entonces jefe del Estado disponía de fuertes sumas de dinero no declarado en cuentas y fundaciones extranjeras y que no informara al ministro del que dependía o que, si lo hizo, el ministro de turno, y su presidente, se hicieran los suecos.
Eso es lo intolerable, no el reciente viaje de don Juan Carlos a España, que lo único que tuvo de escandaloso fue su cobertura mediática, fuera de toda proporción, hasta convertir lo que era su asistencia a una simple regata, con cuatro amigos, en un show destinado a alimentar no la información sobre su regreso a España, sino el morbo. Como si en lugar de acudir a un pequeño pueblo de Galicia, el emérito se hubiera paseado por las tribunas del Palacio de las Cortes o irrumpido en un acto público. Lo cierto es que estuvo en Sanxenxo, en un acto sin el menor contenido político, como muy bien han sabido interpretar los ciudadanos que, según una encuesta publicada esta semana, dicen estar poco o nada interesados en la visita. Y después, don Juan Carlos charló, en privado, con su familia, algo que parece que volverá a hacer y que suele ser recomendable para personas de 84 años con mala salud.
No se entiende muy bien el lenguaje de palo que ha rodeado la visita, desde el comunicado de la Casa Real, que retuerce el castellano para decir que padre e hijo “han mantenido un tiempo amplio de conversaciones” (es decir, han hablado varias horas), hasta las continuas apelaciones a que el emérito dé explicaciones. Incluso la portavoz del Gobierno y ministra de Política Territorial, Isabel Rodríguez, dijo que don Juan Carlos “había perdido la oportunidad de dar explicaciones y de pedir perdón”. De pedir perdón, puede ser, pero ¿de dar explicaciones? ¿Qué explicación puede dar don Juan Carlos? ¿Qué explicación tiene el fraude fiscal? Uno diría que este tipo de delitos se explican muy bien por sí mismos. Basta y sobra con saber que lo hizo y, en todo caso, quién le ayudó.
Lo que exige explicación pública es quién y cuándo se tuvo conocimiento de que el entonces jefe del Estado disponía de cuentas en bancos y fundaciones extranjeras de las que no había notificado al fisco español. Eso sí exige una rápida explicación pública y no le corresponde darla al emérito, sino al Gobierno (porque es el Gobierno, por muy desagradable que le resulte, quien debe dar cuenta de los hechos ocurridos o perpetrados por sus predecesores).
Datos revelados por este periódico indican que el general Félix Sanz Roldán, que dirigió el CNI entre 2009 y 2019, pudo tener conocimiento temprano de esas cuentas o de algunas de ellas. En ese momento, por decisión del entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el director del CNI ya no dependía del Ministerio de Defensa, sino del Ministerio de la Presidencia, que ocupó entre 2011 y 2018 Soraya Sáenz de Santamaría. El Gobierno debe explicar si Sanz Roldán dispuso de esas informaciones e incurrió en un grave acto de indisciplina callándose. O si informó a sus superiores y estos no cumplieron su obligación y no advirtieron al jefe del Estado de las graves consecuencias de sus actos y no le exigieron el regreso inmediato a España de todo ese dinero.
Todas estas preguntas tienen más relevancia para el futuro del funcionamiento de las instituciones que las peticiones de explicaciones personales por parte de don Juan Carlos, que, en el fondo, solo podrían poner de manifiesto el tipo de monarquía que es la española, sometida desde el siglo XIX a grandes incertidumbres y que no dispone de una gran fortuna personal, en un país donde los presidentes de empresas están cobrando, como si fuera normal, 13,5 millones de euros ¡al año! Nada, en todo caso, que explique conductas delictivas.
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